Más de 30 años de enfermedad son suficientes para decidir sobre tu cuerpo. La inmovilidad, el paso de los días y el peso de la vida son razones con demasiado fundamento como para decidir sobre algo que es tuyo desde que el azar así lo quiso. Ver cómo se apaga poco a poco tu luz y la de los que te acompañan en tremenda agonía, debe ser una tarea frustrante, agotadora y triste. Hacerlo sin poder hacer nada por evitarlo, aún más. Además de ser algo que va en contra de la libertad individual que todo el mundo necesita. Siempre he pensado que quitarse la vida no es una decisión que se tome a la ligera. Dentro de la propia naturaleza de los sucesos, me parece la menor de las acciones inconscientes o repentinas que pueda llevar a cabo el ser humano. Pedirle a alguien que lo haga por ti, es aún peor. Una tarea no válida para cualquiera y que requiere del doble de coraje. No es fácil decirle a alguien que te quiere, te respeta y te aprecia y, que ha dedicado tres décadas de su vida a estar a tu lado y cuidarte, que tiene que seguir su camino solo.

En él, eterno cómplice, siempre quedará el peso de lo injusto, del dedo acusador, de la falta de coherencia de un pueblo dividido. Tú, por el contrario, te irás para poder ser libre, para disfrutar de algo que te ha sido vetado por el mismo azar del que hablaba al principio. En ti ya no reparará nadie para opinar sobre tu rutina, que quedará escrita en un titular que no alcanzará a definir bien el camino del calvario. Los dolores, las noches de insomnio, las vistas desde una ventana, las llagas... Quedará todo en ese mismo suspiro en que todo se decide.

Por contra, al que te tendió la mano, le caerá de repente el peso del recuerdo, la duda, la culpa y el arrepentimiento. Aquel que puso tus intereses por delante de los suyos, seguirá para vivir sin tu sonrisa ni tus ojos, hasta que os volváis a encontrar.

María José Carrasco quería morir y no podía hacerlo sola por ser presa de una enfermedad, la esclerosis. Para ello, pidió ayuda a su marido que le suministró una dosis de pentobarbital sódico, con el que se quedó dormida. Podían haberlo hecho clandestinamente, pero no quisieron. Ella era secretaria judicial y sabía lo que podía pasar después de llevar a cabo su deseo

La primera noche sin su esposa la pasó Ángel Hernández en un calabozo. En esos momentos, el caso ya ocupaba las primeras páginas de los periódicos y se reabría el debate sobre la eutanasia en nuestro país. "Lo único que quería es que no sufriera más". Ahora solo nos toca esperar a la desfachatez de imponer límites a esta tremenda muestra de amor.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios