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Si algo hemos aprendido del coronovirus -además de que su fatalidad era bastante más radical de lo que nos contaban al principio- es que las expectativas siempre terminan tiradas por tierra. Aunque, más que aprenderlo, el bicho no ha hecho más que recordárnoslo. Al principio del confinamiento una oleada de positividad y buen rollo inundó las casas de los españoles quienes, entre repostería, mandalas y vida healthy, daban por hecho que la pandemia cambiaría al ser humano. Saldríamos más fuertes, seríamos más generosos, llevaríamos la empatía por bandera y jamás dejaríamos para mañana lo que pudiéramos hacer hoy. Un hombre nuevo nacería después de la pandemia y a su lado Jesucrito y Gandhi serían el mismísimo demonio. Qué bonita se antojaba la vida en la nueva normalidad, aunque no supiéramos de su existencia, aunque todavía no le hubiésemos puesto nombre (la originalidad en su bautizo ha brillado por su ausencia).

Ciento veinte mil días después de que se decretase el estado de alarma, la nueva normalidad empieza a afianzarse entre los mortales. De memoria frágil -quizás el exceso de horas en la cocina durante el confinamiento les ha achicharrado el lóbulo temporal-, aquellos que imaginaban una vuelta a la realidad al estilo Casa de la Pradera se han sacudido los restos de positividad con total ligereza y han enseñado la patita del monstruo que habita en ellos. Ni rastro de los aplausos, del Resistiré o del A este virus lo paramos entre todos. Odio, mezquindad, las dos Españas, el botellón, el y tú más y el que te den, ese es el hombre nuevo que nos deja la pandemia. Por eso, las expectativas deben limitarse a existir sólo en el diccionario, nada de pensarlas, nada de anhelarlas. Todo lo que pueda salir mal, saldrá; todo lo que sea susceptible de corromperse, se corromperá. Aunque a veces, cuando no esperas nada bueno de la vida y los humanos, te sorprendes escuchando un gracias donde antes había silencios; observando a gente que cede el paso con sonrisas que se intuyen bajo mascarillas y personas que son amables a pesar su realidad de mierda. Y no, no somos mejores, pero hemos recuperado un ápice de humanidad y eso se nota cuando uno pone por fin los pies en la calle.

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