Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Churros al sol de otoño

Mientras los concursos de acreedores se ceban con bares y restaurantes la gente se resiste a quedarse en casa La hostelería es una víctima propicia por su debilidad ante los desmanes de los precios

Ya cerca de las doce de la mañana, los veladores de la terraza estaban de bote en bote, como si se escenificara en aquella cafetería una manifestación espontánea contra los malos augurios económicos, o sea, sociales. Los clientes, en actitud pantagruélica, colmaban el lugar, y se manifestaban como una demanda briosa, mientras que la oferta -el bar: sus titulares y sus empleados- más que probablemente estaban con el corazón en un puño por el golpe que en la línea de flotación de su negocio infligía la subida de precios de sus costes, sobre todo la de los alimentos y, mucho más, los de la energía. La edad media de los que desayunaban tan tarde era alta, por encima de los sesenta en casi todos los casos. Embebido en esta segmentación a bote pronto, uno observaba sin posible error que la gran mayoría eran mujeres, algunas con el andador al lado de su asiento; otras, sentadas en su silla de ruedas, acompañadas por una asistenta con tez más morena que ellas, o por alguien con aspecto de ser su hijo o hija. Otras mujeres, quizá viudas, departían con pasión: debían de haberse citado como cada día en el establecimiento. Todas masticaban no a dos, sino a cuatro carrillos, con ese amor algo ansioso con que se consumen los churros. No sólo bandejas de calentitos de rueda o de papa salían, sino también rebanás de pan frito, picatostes les dicen. Café con leche a discreción; alguna copa de aguardiente dulce. El viernes abría, y, según se veía con claridad, abría el apetito a un público entusiasta, en absoluto desnutrido, sino diríase que todo lo contrario a tenor de las apariencias, que parecían delatar análisis clínicos con asteriscos y expresiones en negrita (acetona, ácido úrico, colesterol del menos bueno).

La gente, ya se ve, vive a pesar de todo, y sin empacho ni gran mesura, a pesar de cómo la pandemia nos ha metido en cintura. Por ejemplo, a los bares, cafeterías y restaurantes, después del gran daño del confinamiento, se les abrió una puerta de conveniencia mediante el imperio de la reserva, que les permitía ordenar y hacer más eficientes y eficaces sus procesos de producción y servicio. Los clientes entramos por esa vereda con los ojos de la fe en el disfrute del comer y el beber, tan inquebrantable incluso a unas malas. Bajando la pelota al piso de los usos de los agentes microeconómicos (empresas, familias, individuos), son los negocios de hostelería los más azotados por las sucesivas oleadas de crisis: financieras, pandemia, guerra. De hecho, las peticiones de concurso de acreedores -antes, suspensiones de pagos y quiebras-no cesan y son las más en este sector. Limitadas en tecnología o exportación, los costes de producción se han cebado en sus inputs, y su tamaño medio -pequeño- no permite refinanciaciones sucesivas más allá de un par de intentos. Muchos empleados de este sector ancla a unas malas, pero que crea un empleo coyuntural y muy asociado al turismo rápidamente, verán sus salarios desparecer si la inflación no se modera en aquellos aprovisionamientos y suministros que los flagelan con crueldad: pan, cerveza y vino, fruta y verdura, carne y pescado... electricidad y gas sobre todo. Mientras, en cualquier pueblo, ciudad de provincia o capital, la gente de a pie -incluso la que no puede caminar bien- se resiste a claudicar y prescindir de los pequeños placeres, los en verdad vitales para llevar una existencia grata. Curiosas contradicciones que hacen que una demanda bien dispuesta, incluso sin gran poder adquisitivo, puede verse no satisfecha por la oferta, que mengua y se descasta por una guerra lejana.

Mientras que el azote prometido llega a nuestras vidas, que no falten desayunos al sol de un otoño perezosos ya casi a media mañana, servidos por camareros diligentes que, bien mirado, son un sucedáneo de los psicólogos. Sin desmerecer, no sucedáneo: sustitutivo al alcance de todos los bolsillos.

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