Nos hemos acostumbrado a mencionar la fecha. Hace dieciséis años, a toda España se le paró el corazón a la par de la explosión del atentado de Atocha. Nos pareció entonces que cada primavera, tendríamos un recuerdo emocionado para las víctimas, y un pellizco en la garganta renovando el vacío que nos dejó aquel acto terrorista. La realidad quizás es otra. Lo mismo que se alejaron la sinrazón de la matanza de los abogados de Atocha o el atentado de Hipercor, se va distanciando de nosotros el 11-M aunque hoy regresa, poniéndonos ante los ojos ahora un temor diferente, casi de ciencia ficción o de novela de los 80, esa que dicen que ya lo había predicho.

Este 11 de marzo es el del terror al coronavirus. Un virus que ha provocado la muerte de treinta personas en España cuando escribimos estas líneas. Es lunes por la noche, y acaban de comunicar los medios que toda Italia ha quedado completamente bloqueada. Definitivamente, el virus ha sembrado el pánico colectivo, que es algo más que la contención reforzada que recomiendan las autoridades sanitarias.

Este 11 de marzo volvemos a experimentar el miedo a lo desconocido, a lo que, venido de la otra punta del mundo, viene sembrando la muerte y nos recuerda a las grandes epidemias barrocas de peste, a las decimonónicas de fiebre amarilla, a la posmoderna del sida y otras, menos famosas, pero igualmente mortíferas a nivel mundial.

Hoy el mundo no tiene miedo a la muerte, sino a lo que el hombre significa, a su debilidad. Miedo a los virus que portamos, al estornudo, a la tos, al contagio de mano en mano. Hoy el mundo teme a la reunión, a la convivencia, a la propia comunión dada en la boca, al beso de las imágenes. Hay un miedo atroz a lo que no podemos controlar, y la epidemia del coronavirus, queramos o no, se nos ha ido de las manos. Hoy con los niños cantores del Valle, el mundo canta elTuam coronam. Pero no hay adoración en este 11 de marzo, sino atroz terror a nosotros mismos.

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