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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El mayordomo contemporáneo

Las tarifas de la energía incentivan a una programación casi industrial de los tiempos en que ponemos lavadoras o nos duchamosToca organizar las tareas domésticas que consumen luz como si fuéramos 'traders'

Hay a lo largo de la vida enseñanzas que, por no se sabe bien qué mecanismos de la memoria, acaban por acompañarte ya siempre, aunque parezcan triviales. En mi caso, una de ellas -no fue la única- la recibí de Manuel Salinas, profesor de Historia e Historia del Arte de mis años de bachiller. Me llamó mucho la atención cuando don Manuel dijo en clase que los mayordomos ingleses de primer nivel -equivalente nivel a la alcurnia y el patrimonio de sus patrones- se ocupaban de primera mañana en marcar, y hasta subrayar, las noticias de los periódicos que Lord Whoever se encontraba junto al té y las tostadas. Unos auténticos secretarios o jefes de gabinete, unos primus inter pares en el cuerpo de casa. Y unos desclasados capataces del Downstairs; de las cocinas y estancias de abajo, según una jerarquía de clase y un orden victoriano, en una sociedad opulenta y comercialmente imperial que anteponía las formas, las apariencias y unos sutiles códigos de costumbres a la propia moral: Manners before morals. Todo un artefacto ético, aun siendo muy clasista.

Volvió a mi memoria el mito del mayordomo cuando un amigo me hablaba de su economía doméstica, y muy concretamente de la eficiencia en la pelea de la factura de la luz, y de cómo la asistenta que trabaja por horas y días alternos en su casa se erigía en una persona clave para controlar el desquiciado coste de la energía hogareña al que nos han sometido en pocos meses, entre la tribulación y el oscuro intríngulis, y de la mano de la guerra en Ucrania. No entraremos aquí en la bastante inescrutable forma de facturar de las operadoras del ramo, ni en aconsejar sobre si agarrarse a la tarifa regulada o la libre. Recordemos, al caso, que la regulada es aquella tarifa que varía a lo largo del día, y que se anuncia por franjas horarias cada mañana, para que el cliente consumidor programe con afán y no poca ansiedad su plancha, su lavandería de platos y ropas, su calefacción o refrigeración de la casa y hasta sus duchas. Y que lo haga de forma ecónoma, racional, ahorrativa. Nos han encasquetado a los particulares -desavisados, por lo general, y hasta ignorantes- la gestión de un bien esencial, la energía. Sin anestesia.

Mi amigo -como usted o yo- quiere ahorrar, o sea, defenderse de la amenaza de pagar de sopetón el doble por lo mismo este mes, o el siguiente. Él quiere programar las tareas de su empleada doméstica en función del precio horario del inquietante kilovatio. Organizar el trabajo de su empleada en tiempo real. Resulta que ella sabe bien de qué se trata, puesto que nadie como quien siente apreturas aprende a ahorrar, porque conoce los costes de su propio hogar: los sufre, debe hacerles frente. Aunque no sepa interpretar gráficos matutinos en páginas de internet. En esto, el planeta de mi amigo y el de su empleada del hogar se alinean. La nueva mayordoma no es un exquisito jefe de la servidumbre: es una superviviente de barrio, el suyo, pero, ¿tiene el deber de ahorrar también de su centro de trabajo? Su amo no es tal, sino que es un miembro más de la sufrida mesocracia del XXI; nada que ver con lores afortunados por el árbol genealógico. De forma que, por cerrar el círculo, las tablas de precios diarios de la energía de una casa pueden dar lugar a una nueva forma de delicada relación entre quien contrata y quien trabaja contratado en una casa a cambio de una retribución. Emerge un trasunto de aquel subrayar el periódico, ante la engañifa en que se ha convertido el coste de la energía. Del transvase de responsabilidades desde el Estado a los ciudadanos. Traders somos de pronto y a la fuerza, sin previa formación en el arte de especular con la variabilidad de los precios (lo que se llama trading). El último, que pague la luz.

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