La televisión en línea, la de siempre, sea pública o privada, esa que ponemos a la hora de la cena, barrunta un grave problema de audiencia nacional. De número, de aritmética, lo que realmente justifica su modelo de negocio. En nombre de la cuota, del público que se congrega, se programa un serial a una determinada hora, se mantiene el formato tal que lleva años o se apuesta por algo infame que usted y yo no veremos pero que garantiza la asistencia de uno o dos millones de penenes. Eso ha sido así desde que apareció el mando pero en éstas ha surgido una cosa que se llama internet, se han diversificado las pantallas, cada miembro de la familia se va con la música a otra parte, y ese contenido que nos obligaba a quedarnos en el asiento a una hora se puede seguir con libertad.

De manera más acelerada de lo que se pensaba, aunque sin visos de un cataclismo inminente, la televisión convencional, eso, la de siempre, ve perder en el horizonte su poderío imperial por lo que ni siquiera lo más cochambroso o lo más estelar cuenta con todos sus números respaldados. Nadie puede perfilar cómo podrá explotarse una cadena dentro de diez años.

Hay un elemento seguro que permanecerá entre los hábitos: el directo, ya sea informativo o de entretenimiento, por lo que es decisivo fijar un modelo de programación. Se ha comprobado en estos días con La Sexta. Cada vez que la política se complica la gente de Ferreras está ahí y el público los busca. En esta época de mayor disgregación hay que mantener unas señas de identidad: que cada marca sea consecuente consigo misma. Fiel a su estilo y a sus contenidos. No valen los tacticismos.

Por eso, cuando en el futuro parece que ya no valdrá nada de lo que tenemos hoy, las públicas, que al menos son las que tendrán un colchón económico más o menos mullido, deben ser las primeras en exhibir una parrilla digna, reconocible, prestigiosa. TVE y Canal Sur, derrotadas por La Sexta en seguir la actualidad más preocupante, se están jugando los años del 2020 con una mentalidad de los 90.

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