Me acuerdo ahora de un poema de Federico -leído en mi juventud- que traigo aquí para empezar a pelar la piel de esta página en blanco como si fuera un cuchillo en verso de que despoja helicoidalmente al fruto de su cascara:

La mar no tiene naranjas.

ni Sevilla tiene amor.

Morena, qué luz de fuego.

Préstame tu quitasol.

¡Qué dos verdades!, sobre todo la segunda. Sevilla no tiene quien la ame. Eso es mas verdad que todas las cosas. Sólo hay que ver la suciedad y la desidia que "adornan" sus calles. Los sevillanos somos sucios, eso tampoco es dudable. Uno visita otras ciudades y siente envidia y acharo a partes iguales cuando ve la pulcritud de sus viarios y plazas. La basura no nace por naturaleza porque ésta es limpia por ídem. La basura se nos cae de las manos. Los naranjos que crecen en la ciudad son heraldos de la primavera cuando florecen.

-Ahí, Euleón, ahí pidiendo atril.

Menos guasa que estoy tratando de fajarme con el morlaco astifino de la cursilería hispalense sin que me abra la femoral en doble trayectoria. Hablaba del azahar, ese piropo blanco que aroma y adorna las calles en su fragante petalada para que el sevillano disfrute de los días del gozo. Luego, como pasa a veces con el amor, aquellas flores se hacen frutos amargos que caen en su madurez. Senescencia se llama técnicamente el suceso. Es como un desafío, un desplante de nuestra arboleda que pone así en evidencia a los regidores de la cosa municipal. Aquella otrora flor es hoy una solada de frutos viejos que pisoteados por los coches dejan en las calles un agrio y pulposo aspecto más propio de Buñol en su tomatina que de la ciudad versada por tantos poetas. El caso es que el hecho eterno de la fructificación, auge y caída del azahar, pilla siempre desprevenida la empresa de limpieza. Caso curioso. ¿Tan difícil es aprender de nuestros agricultores, quienes llegando el rubor aloque a la piel de sus frutos ya lo tienen todo dispuesto para la cosecha? La diferencia está en el amor, el que tiene el labrador por su tierra y sus frutos. Como decía el poeta de Fuenteheridos:

La mar no tiene naranjas.

Ay, amor.

¡Ni Sevilla tiene amor!

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