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Análisis

Joaquín Aurioles

Las nuevas formas del turismo

Cada cierto tiempo el turismo realiza una revolución interna. Una especie de convulsión en la que los segmentos emergentes intentan hacerse un hueco en el mercado y cambiar la cara de todo el sector. Las crisis lo facilitan porque los espacios que ocupan los segmentos maduros quedan más expuestos a la insolencia competitiva de los emergentes. En la última década del siglo pasado, turoperadores y agencias de viajes tuvieron que aceptar el desembarco arrollador de internet y sus ofertas directas, sin intermediarios, al cliente, mientras que las viejas compañías de vuelos charter se vieron obligadas a echar el cierre ante el ardor combativo de las llamadas low cost.

Pero no todos se dejaron avasallar. El de sol y playa, el segmento prototipo entre los maduros, siempre demostró una notable capacidad de adaptación. Al menos en Andalucía, donde el turismo de golf, el náutico o el residencial consiguieron conectar con las preferencias del turista de nuevo perfil, al mismo tiempo que el turismo rural, el de circuitos o el cultural abandonaban su condición de emergente y se consolidaban en los mercados donde competían.

La crisis de 2008 tuvo una fuerte repercusión turística en 2009 y aceleró la transformación del sector. A nivel global lo más llamativo es la extraordinaria expansión en todo el mundo (los 674 millones de turistas que había en 2000 se duplicaron en apenas 16 años) y en los mercados asiáticos en particular, pero en Europa y en el resto de los más consolidados también se precipitaron los cambios, especialmente a raíz del creciente a la capacidad de los nuevos turistas para alterar la convivencia.

Mientras que en el resto del mundo se reconoce la contribución del turismo a la creación de riqueza y empleo, en Europa, y particularmente en España, se extiende el rechazo a la turistificación de las ciudades. La sanidad, los espacios culturales, centros de ocio y deportivos, los mercados o la vivienda se convierten, de repente, en razón habitual de disputa entre los intereses turísticos y residenciales.

El conflicto adopta diferentes formas, como la convivencia en horas de descanso, especialmente en zonas de turismo de celebraciones y borracheras, o la ocupación abusiva de espacios comunes por establecimientos de hostelería.

Las transformaciones urbanas suelen conllevar que un grupo de población, frecuentemente una clase social, sea progresivamente desplazado por otro, pero lo peculiar de la turistificación es que quienes desplazan a la población residente son visitantes temporales, muchos de los cuales son miembros de la generación Y (nacidos entre 1980 y el cambio de siglo) y algunos de la Z (nacidos a partir de 2000).

En ambos casos, los perfiles turísticos están marcados por la pretensión de viajar con presupuestos muy bajos e integrándose plenamente en los lugares que visitan, lo que se traduce en el rechazo al alojamiento turístico tradicional y en una manifiesta preferencia por la pernoctación en entornos urbanos. La consecuencia es que su presencia termina alterando el paisaje de las ciudades y las normas de convivencia, ante el desconcierto comprensible de las autoridades que, con frecuencia, no saben cómo actuar.

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