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Análisis

gumersindo ruiz

No hay que obsesionarse con el déficit público

Al calor de las elecciones vuelve el tema del déficit, y desde la economía más convencional se crea alarma por el gasto público. Sin embargo, habría que tener en cuenta lo siguiente. Primero, que la situación actual es muy diferente a la de la crisis, cuando los tipos de interés se disparaban al subir la deuda; en países donde pagamos con nuestra propia moneda, los bancos centrales han domado a los salvajes mercados, y el problema hoy es que los tipos de interés están demasiado bajos, pues en España apenas se paga un 1% por deuda a diez años. La segunda es que las políticas de austeridad del Estado, desde 2012 han sido un fracaso estrepitoso; los recortes en gastos básicos como la sanidad y dependencia han llevado a un deterioro que padeceremos durante muchos años, y que nuestro compañero Juan Manuel Marqués, con su finura y lucidez habitual, ha identificado con la repercusión en la vida diaria de la comunidad autónoma y la abstención en nuestras últimas elecciones. Pero peor aún si cabe -la tercera cuestión- es el daño que se ha hecho a la inversión productiva (maquinaria, infraestructura), pues mientras en Alemania es un 16% superior a hace diez años, y en Francia y Reino Unido similar, en España e Italia está un 20% por debajo. Esto sí que es un problema que compromete el futuro de la economía y empleo productivo. La cuarta cuestión es que la presión fiscal en España, total de tributos y seguridad social sobre el producto, no es fuerte ( un 33,5% frente a la media del 39% de los 28 países de la Unión Europea), por lo que hay una clara insuficiencia de ingresos que se arrastra desde la crisis, cuando la recaudación de las empresas cayó más de diez puntos porcentuales.

Hace cuarenta años que da vueltas un concepto impositivo para empresas, que ahora se recupera, separando la actividad productiva de la financiera, con base en el destino, no el origen de la producción, desestimulando así la deslocalización. Los costes de inversión y laborales se deducirían por completo, pero no los financieros, evitando la ingeniería financiera que lleva a compañías a buscar en la deuda una forma de reducir impuestos -en España se ve en la evolución de las sociedades cotizadas de inversión inmobiliaria, que aumentan deuda, presionan los mercados, y reducen beneficios, que es por lo único que pagan impuestos-. Los partidos deberían crear una comisión política para llegar a un acuerdo sobre un impuesto que favoreciera inversión productiva y empleo, y con el que la actividad productiva pura se sintiera cómoda. Y las personas con conocimientos harían bien en utilizar su ingenio en propuestas que no sean anunciar catástrofes, señalar sólo una parte del problema, o ir a lo fácil de criticar medidas sociales, pues si resultan electoralmente atractivas es porque la gente las ven positivas, legitima a la política, y deberían apoyarse. No es tiempo de austeridad ni de recortes y, aunque el equilibrio de las cuentas públicas y privadas es una necesidad indiscutible, habría que seguir a San Agustín cuando decía: "Señor, concédeme el don de la castidad, pero no ahora", sustituyendo "castidad", por "equilibrio presupuestario".

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