Análisis

rogelio rodríguez

Sin perdón

El 10-N no sólo es culpa de Pedro Sánchez, aunque sea el principal causante

La clase política dirigente no tiene perdón. Su ceremonial de engaños, de sectarismo, de ultraje a las instituciones, de arrogancia, de arbitrariedad, incluso de burla a los votantes, ha propiciado que el próximo 10 de noviembre se celebren nuevas elecciones generales, las cuartas en cuatro años, a casi 140 millones de euros por campaña. Si en julio, según el doméstico CIS, cuatro de cada diez ciudadanos señalaban a los políticos y a los partidos como el principal problema que tiene España, es harto probable que, tras la gala de necedades añadidas desde entonces, la aversión alcance a una amplia mayoría. Los líderes han empapado las papeletas de gasolina. "Pruébame, dijo el veneno", canta Joaquín Sabina.

Y la culpa no es sólo de Pedro Sánchez, aunque sea el principal causante, como presidente de un Gobierno esposado a intereses populistas y secesionistas que, desde el primer momento, utilizó el zafio recurso del electoralismo para enmascarar su inoperancia, sin pensar, como buen funambulista, que es posible caer al abismo mientras se camina sobre la cuerda. No cayó en los comicios del 28-A, que ganó sin mayoría, y, en esta incierta hora, la demoscopia apunta a que el 10-N mejorará el resultado, aunque también precisará de exógenos apoyos para poder gobernar. Nadie pensó que Sánchez tuviera tanto recorrido, en lo que ha influido sin duda el derrumbamiento moral y estructural que sufría el PSOE cuando ganó las primarias y, sobre todo, la impericia y fragmentación del centroderecha, cuya principal responsabilidad cabe atribuir a la futilidad del último Gobierno de Rajoy y a las repudiables corruptelas que los populares penan en los tribunales.

Pedro Sánchez está convencido de su buena estrella electoral y por eso, entre otras razones, ha rechazado todas las ofertas de consenso que ha recibido desde la izquierda, por parte de Podemos, y, muy a última hora, desde la derecha, por boca del gelatinoso líder de Ciudadanos, Albert Rivera, víctima de sus propias contradicciones y del pánico que esta vez le infunden las urnas. Sánchez no ha mostrado dotes de estadista, pero asume el riesgo como valor y no es tan cretino como para aceptar propuestas que, en ambos casos, estaban plagadas de trampas y de incoherencia. Carecía de mejor opción, aunque convocar elecciones supone la culminación de la gran farsa, en la que todos han participado y en la que algunos, como el incongruente Pablo Iglesias, han tratado de involucrar al Rey instándole a acciones partidistas que habrían erosionado gravemente el papel que la Constitución atribuye a la Corona, y que ésta ejerce hoy con soberana dignidad.

La incomprensible renuncia del PSOE y de Ciudadanos a formar una mayoría estable -pecado agrandado estos días en el haber del jefe de los naranjas- es un error que ambos deberían pagar, pero que, casi con toda probabilidad, caerá en la cuenta del segundo. El PSOE también confía en que la otra factura la abone Podemos. Socialistas y populares hacen causa común en pos del bipartidismo. Y, visto lo visto, más vale lo malo conocido.

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