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Análisis

León Lasa

Una revolución (quizá) sobrevalorada

Lo digital no ha traído los avances esperados; la mayor revolución se produjo a finales del siglo XX con la electricidad, el coche y el teléfono

La digital, queremos decir. Ésa que nos ha facilitado dispositivos para comunicarnos instantáneamente con cualquier persona en cualquier lugar del mundo y en cada momento; o para leer las noticias deportivas, o para -son las páginas más visitadas con diferencia- consumir pornografía de manera ubicua y casi enfermiza. Los que no somos nativos digitales mantenemos una visión mucho más escéptica con eso que se ha dado en llamar "revolución digital" que aquéllos que ya nacieron, casi literalmente, con un móvil bajo el brazo (más del 50% de los niños de menos de 11 años posee uno de altas prestaciones). Parece fuera de cuestión aceptar que las facilidades y avances que nos ha deparado "lo digital" son notorios y evidentes: basta con echar una mirada a nuestro alrededor y a nuestras propias vidas. Pero, ¿hasta dónde? ¿de qué profundidad? Y sobre todo, ¿a qué precio? El primer aldabonazo a todas estas cuestiones (y muchas más) lo puso de manera notoria Nicholas Carr, a inicios de esta década, en su celebrado libro Superficiales: Qué está haciendo internet con nuestras mentes. Señalaba, en un ensayo francamente recomendable, que a cambio de una mayor accesibilidad a la información (banal o no) estábamos perdiendo la capacidad reflexiva del pensamiento crítico y continuado, de la lectura pausada, con consecuencias terribles en las generaciones más jóvenes (y no tan jóvenes). Cualquiera con hijos o allegados en edad adolescente sabrá a qué se refiere.

Otros académicos -en campos tan pragmáticos como la economía- también muestran sus dudas sobre el relativo alcance de la revolución digital. Casi podríamos estar de acuerdo con Carr en que internet no nos ha convertido en seres más inteligentes, aunque podamos mantener una conversación por skype con un conocido en la península de Kamchatka. Pero, ¿ha servido al menos para implementar el mundo productivo, los rendimientos marginales y demás? Parece que tampoco. O al menos que los beneficios de esa supuesta mejora han pasado de largo (como ocurre con los de la globalización, algo que cada vez menos cuestionan) para la mayoría de los humanos.

Quienes prefieran dejar un rato el smartphone, sus whatsapps y twitters, y concentrarse unas horas en algo sesudo, podrían explorar el reciente ensayo de Robert Gordon, economista de la Universidad de Northwestern y uno de los referentes de la Administración Obama, The rise and fall of american growth, en el que remarcaba tres cosas: que la revolución digital está sobrevalorada y los aumentos de productividad no han sido los esperados; que la verdadera revolución fue la que se produjo a finales del siglo XX con la irrupción del coche, de la electricidad y del teléfono; y que difícilmente volveremos a experimentar aquellas décadas de crecimientos prodigiosos que alcanzaron su pico en los 50 o los 60 de la pasada centuria. Porque es muy probable que las bombillas supusieran un mayor avance para el homínido que el último cacharro de Apple. Aunque mis hijos nunca lo crean.

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