DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

Análisis

José Ignacio Rufino

La servidumbre del voto por persona

El menos malo de los sistemas electorales posibles según la ética de la igualdad no está libre de crear monstruosEl 'Brexit' y su 'Brexodus' o el 'procés' nos dicen que la irracionalidad puede ser muy democrática

El sacrosanto principio democrático que prescribe el sufragio universal con el lema "una persona, un voto" simboliza, como suele decirse, el menos malo de los sistemas electorales. De esta forma, un probo ciudadano con alta cualificación, religioso pagador de impuestos por encima de su consumo personal de recursos públicos, que educa a sus hijos en valores como el respeto a los demás, la honradez, la protección de los más débiles, la limpieza del biotopo o la filantropía tiene con su voto derecho al mismo peso en unas elecciones que el tal Chicle que asesinó a Diana Quer, que cualquiera de los salvajes que se acuchillaron esta semana en Coín, que el yonqui más demacrado o que el magante de las drogas o el pederasta más abyectos, e incluso que el minusválido mental con mayor inocencia. Su voto es el mismo. Es la consideración igualitaria un asunto tabú, aunque muchos, para sus adentros, preferirían ser gobernados por élites capaces, ajenas a los medres dentro de los partidos, eso que los griegos -que no debían ruborizarse ni escandalizarse farisaicamente tanto ante estas u otras cosas cosas- llamaron aristocracia. En efecto, nada garantiza que esas élites o aquellos otros dictadores fascistas o comunistas, siendo humanos, sean impolutos e incorruptibles. Mas el "una persona, un voto" también produce monstruos en contra de la racionalidad o la justicia.

En España hemos tenido este año recién acabado el más patético ejemplo de moldeado de la voluntad popular al antojo de un proyecto político. Unos señores y señoras -cada uno de su padre y de su madre: anarquistas rurales con botiguers, funcionarios rojos con las espaldas cubiertas con industriales farmacéuticos- deciden que han recibido un mandato del pueblo mediante una caricatura de referéndum para romper un Estado que ya no le es tan necesario comercialmente a la región más próspera, que, no olvidemos, prosperó vendiendo sus productos subsidiados al resto del Estado que hoy desprecian, y del que reniegan haciéndose los poetas de la patria por los parques de Flandes. Puigdemont, el exiliado, el perseguido político de una tierra culta y políglota, pacífica y hacendosa, que, por Dios, nunca tuvo nada que ver con España, la zafia. Y sí, a lo que vamos, miles y miles de votos en amalgama le compran esa moto al proyecto indepe. Y eso es sagrado, oiga. Aunque un voto rural valga el doble que uno urbano, y a pesar de que las grandes urbes metropolitanas sean de largo partidarias de dejarse de aventuras peseteras vestidas de romanticismo de terrón y estrella y de agravio.

Un año antes, con el Reino Unido también tuvimos -primera persona del plural, porque éramos socios, o lo somos hasta 2019 en que las capitulaciones se fijen y cumplan- una ración de desequilibrio basado en la máxima El voto, a escote. La media de personas mayores y zonas rurales superó en el recuento a los votos minusvalorados -como sucede con el payés gerundense frente al profesional barcelonés-, y aunque el motor económico del país, la Gran Londres, quisiera permanecer en la Unión Europea y así seguir teniendo el chollo de ser su metrópolis financiera, el gato se lo llevó al agua el miedo y la irracionalidad envuelta en teteras con la foto de Lady Di y banderas de la Union Jack. Ahora, más que del Brexit, se habla del Brexodus, es decir, la huida de muchas personas y empresas del Reino Unido -digan Londres más bien- hacia ciudades como Frankfurt o París, que esperan como agua de mayo los dineros expatriados. El nacionalismo es un pisador nato de callos: tanto de los pies ajenos -los de el otro pérfido e inferior- como de los propios. Disparando salvas en forma de votos la mar de igualitarios. ¿Que no hay otra? Pues sí. Perdón, pues no.

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