Un amigo muy docto en Comunicación, no sin cierta sorna, afirma que los espectadores de la televisión actual nos dividimos en dos bloques mayoritarios: los que preferimos el formato documental y los que se decantan con la ficción. Siempre con un denominador común: todos consumimos espectáculo serializado. Argumenta mi colega, a grandes rasgos, que existe un amplio espectro de espectadores que devoran con fruición el planeta Gran Hermano y colaterales, viviendo la mar de entretenidos en su mundo paralelo. Éstos serían los enganchados a la 'ficción', valgan las comillas.

Por otro lado estamos aquellos que hemos sido abducidos literalmente por la actualidad política y sus circunstancias. Los que sintonizamos sin solución de continuidad con Ferreras, Ana Pastor, Mamen Mendizábal, Wyoming, Iñaki López, pero también a Marc Sala y a lo que se cuenta en algunas cadenas de la TDT que todos tenemos en mente. Según mi amigo, somos los que preferimos el "documental", los argumentos pegados a los titulares del día.

A partir de ahí, tanto los realitys ficcionados como el periodismo-espectáculo cuentan con recursos narrativos comunes. Son muy agresivos, en la letra pero también en la música, con una particularidad: saben manejar con destreza el 'diálogo' entre aquello que ocurre en el plató televisivo y lo que pasa afuera. El reportero y la reportera irrumpen desde la calle en maratonianas jornadas que van desde primera hora de la mañana hasta casi medianoche. Son periodistas de guardia a tiempo completo. Trabajan a la manera de los realities: la maquinaria de producción nunca se detiene.

Me pregunto si estos dos grandes grupos de espectadores son excluyentes. Y me temo que sí. En todo caso cabría una tercera vía, formada por todos aquellos que apenas consumen televisión lineal y se embarcan en diferido: sólo se nutren de las plataformas, a base de televisión a la carta y contenidos bajo demanda. Pero por ahora son minoría.

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