Análisis

José Ignacio Rufino

Ni un tramo del AVE británico

Resulta chocante que ninguno de los consorcios con empresas españolas haya recibido nada en una licitación múltipleLas reclamaciones sobre el anacronismo de Gibraltar no ayudaron en la adjudicación

Si dejamos por un momento de lado la opción que preferimos para la jefatura del Estado, resulta claro que el rey Felipe cuenta con muchos activos personales que lo convierten en valioso para la imagen exterior de España. Es aún joven, muy bien educado y formado, habla un perfecto inglés en un país extrañamente incapacitado para dar políticos políglotas, y proyecta imagen de rey, o sea, y como en muchas de las principales democracias europeas, aprovecha el glamur de la aristocracia máxima para rentabilizarla diplomática y comercialmente. Felipe VI reina ajeno por completo a escándalos personales, y aquellos asuntos delictivos que lo han salpicado desde su propia familia han sido tratados quirúrgicamente. Casado con una plebeya, su perfil casa más que el de su padre, cuyo servicio histórico es indudable, en las circunstancias actuales de un país que por naturaleza pone en duda sus instituciones, normalmente de manera visceral y enfrentada. Si España fuera una república, la rotación de presidentes -antiguos presidentes del Gobierno quizá, como Felipe González o José María Aznar, quién sabe si un Bono o un Roca Junyent- mermaría el conocimiento y la influencia exterior del jefe de Estado político, y aunque hay mucha variedad en el coste que genera tal figura representativa en nuestros países de referencia, no hay nada que indique que los gastos de mantener un presidente, incluidas las elecciones para reelegirlo o renovarlo, serían menores que los de la Casa Real.

El Rey ha seguido, como es su función, la estela comercial y de promoción de las empresas y productos españoles en el mundo, y de esa criatura ya madura llamada Marca España. Si a la intervención y -por qué no decirlo- intermediación del rey emérito Juan Carlos se le atribuye en cierta medida la adjudicación de grandes contratos en países petroleros árabes y otros lugares en los que él se movía como pez en el agua, don Felipe tiene mucha faena por delante en ese sentido. Por ejemplo, en las grandes obras de infraestructuras ferroviarias por todo el mundo, un mercado en que las que las empresas españolas cuentan con prestigio y capacidad técnica de primer orden: éste es probablemente uno de los restos de mayor valor del desmesurado peso que la construcción tuvo en nuestra economía y nuestro PIB durante dos décadas y hasta el estallido de la crisis general y la Gran Recesión. Esta semana, la función comercial de la Corona ha sufrido un revés: ninguna de las compañías españolas que se presentaban a la licitación de varios tramos y fases del tren de alta velocidad inglés ha conseguido nada, a pesar de estar en más de la mitad de los consorcios que presentaban sus ofertas a la autoridad pública británica en la materia.

Resulta demasiado ingenuo pensar que la reciente visita del rey español al Reino Unido, con una comitiva de más de cien altos empresarios españoles, incluidos los licitantes a la obra en cuestión, no estuviera alineada en el tiempo con la extraordinaria adjudicación apenas días más tarde. Repetimos: ni un tramo, nada, a pesar de estar situadas las ACS, Acciona, FCC y Ferrovial; muchas empresas europeas y de otros continentes sí han ganado contratos en una constelación de consorcios mediante los que casi todos llevan lo suyo. Pero han dejado fuera a todas nuestras empresas de Champions. Se malicia uno que no resultaban del todo compatibles las reclamaciones expresas o veladas a la colonia británica de Gibraltar que realizó el Rey durante su visita con un trato preferente o recomendado a las constructoras españolas en este magno proyecto ferroviario en la cuna del ferrocarril. Con lo suyos y hasta pérfidos que son ellos para estas cosas. Entre la política y el comercio, el Rey debió elegir. El bien superior fue la política.

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