Adrados

El gran humanista tuvo que resignarse con melancolía a un despropósito que ya se ha consumado

Para algunos de nosotros, Adrados no era tanto un apellido como un concepto, una actitud, una nostalgia del tiempo en que nuestros sabios se codeaban de igual a igual con sus homólogos de las mejores universidades del mundo. El gran humanista fue un hombre magnético, impetuoso, decidido, con ese estilo autoritario de los viejos catedráticos que se comportaban, porque hasta cierto punto lo eran, casi como hombres de Estado. Lo recordamos bien de las conferencias a las que asistíamos cuando muchachos, en aquellas maravillosas aulas de la Fábrica de Tabacos. Un respeto reverencial se extendía entre el auditorio cuando el maestro cruzaba la puerta, siempre como apremiado y con su característica cara de pocos amigos. La calva ovoide, los labios sensuales, los ojos ligeramente achinados..., todo impresionaba en una figura mítica para los alumnos de Clásicas, que no habríamos sentido mayor devoción si hubiera comparecido ante nosotros el mismísimo Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf. De don Francisco se contaban muchas gloriosas anécdotas, no todas ejemplares ni compartibles en esta hora. Como paradigma de su vitalidad nietzscheana, recordamos una que nos confiaron hace años, reflejo fiel de su obstinado temperamento. La familia le insistía para que se tomara un descanso y el anciano profesor accedió no sin resistencia a darle ese gusto, trasladándose en su propio coche a la periferia donde veraneaban los suyos. Cuando llegó, con el auto atestado de libros y papeles, se dio cuenta de que había olvidado la computadora -fue un pionero también en el uso de las herramientas informáticas- y tan pronto como reparó en la falta volvió a tomar el volante para ir y regresar sobre la marcha, de modo que se pasó el hombre, ya septuagenario, casi veinticuatro horas seguidas en la carretera. Hemos leído muchos trabajos suyos y conservamos como una reliquia los dos amarillentos tomos, publicados por las beneméritas prensas del CSIC, donde el helenista exponía su intrincada teoría de las laringales, no por especulativa menos admirada entre la flor y nata de los estudios indoeuropeos. Martillo de los gobiernos que durante años se han empeñado en proscribir las claras lenguas a las que debemos todo, tuvo que resignarse con melancolía a un despropósito que ya se ha consumado. Muerto Ruipérez, Adrados era el último representante de una generación que señaló una edad de oro de la filología clásica española. Descanse en paz el coloso salmantino. Que le sea leve la tierra y quiera Dios o quieran los dioses que desde la otra vida pueda ver -mientras sigue escuchando las venerables voces a las que dedicó su vida- el limpio cielo de la Grecia que tanto amaba.

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