TIEMPO El tiempo en Sevilla pega un giro radical y vuelve a traer lluvias

Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

Aeropuerto

La conexión entre San Pablo y Sevilla es impropia de una ciudad que ha puesto todas sus esperanzas en el turismo

No tiene uno la vocación viajera de Phileas Fogg, pero a lo largo de los años, sea por trabajo o por placer, me ha tocado despegar y aterrizar en bastantes decenas de aeropuertos de ciudades grandes y pequeñas, en países desarrollados y otros que lo estaban mucho menos, en emplazamientos turísticos y en otros que ni lo eran ni aspiraban. En muy pocos, por no decir en ninguno, el viajero puede sentir una sensación de abandono a su llegada como la que siente en Sevilla. Hay que acercarse mucho a eso que se ha dado en llamar el tercer mundo, para encontrarse algo parecido: en San Pablo, salvo una raquítica línea de autobús cara y escasa de frecuencias, no hay otra opción para llegar a la ciudad que coger un taxi de la única parada que existe, controlada en exclusiva por un grupo de conductores que la tienen vedada a cualquier otro. No hay, ni atisbo de que lo haya, una estación de Metro o un Cercanías que lo acerque al centro urbano o a un intercambiador, como ocurre en cualquier sitio del mundo desarrollado. El taxi que lo obligan a coger tiene una tarifa claramente abusiva, autorizada, eso sí, por el Ayuntamiento. En no pocos casos, acreditados por denuncias de la Policía Local, se ha estafado a turistas extranjeros, cobrándoles mucho más de lo autorizado. La tarifa oficial es cara hasta el punto de que para los viajeros locales es mucho más económico dejar su coche en un aparcamiento privado del aeropuerto durante varios días que pagar la ida y vuelta en taxi. La línea de Tussam, como sabe cualquier sevillano que la haya utilizado, es lenta, no precisamente barata y con pocas frecuencias. Eso es así por la presión que han ejercido algunos taxistas para que no se les hiciera competencia, con algunas ruedas rajadas y pedradas de por medio. Son los mismos que impiden recogidas concertadas por coches de alquiler con conductor o que, sin ampararse en otra cosa que una política de fuerza y hechos consumados, boicotean la actuación de empresas absolutamente legales como Cabify. Seguro que, como en cualquier colectivo, pagan justos por pecadores y no todos los profesionales comparten los métodos que se salen de la legalidad. Pero, lamentablemente, la imagen que tienen los sevillanos y los que nos visitan de ese colectivo no es la mejor.

Así están las cosas en el aeropuerto de una ciudad que se ha autoconvencido de que no tiene más futuro en el corto y medio plazo que apostar por el turismo; una ciudad que, como contaba hace unos días este periódico, ha visto cómo ha desaparecido la oferta de pisos en alquiler por la fiebre que ha entrado con los apartamentos turísticos, legales o ilegales, que hoy copan el centro y muchos barrios. La tarjeta de presentación en San Pablo no ayuda a forjar la imagen de Sevilla como destino que le facilita las cosas al visitante. La pasividad del Ayuntamiento durante años ha sido clamorosa y cuando ha decidido reaccionar, tras una presión no menor de los medios de comunicación, ha sido para enviar a una docena de policías locales que poco van a poder hacer.

El problema de la llegada al aeropuerto de Sevilla no se empezará a arreglar hasta que se le meta mano de verdad al problema del taxi con medidas efectivas y se regule la libre competencia. Pero será sólo un parche. Sevilla necesita infraestructuras de transporte público que conecten el aeropuerto con la ciudad. No lo necesita para dentro de quince años; lo necesita ya. Perdida la oportunidad de haber arreglado el problema con las inversiones de la Expo 92, urge poner en marcha soluciones. Las más fáciles son incrementar la actividad de Tussam en la terminal de salidas y hacer por fin la línea de Cercanías. No se trata, aunque no sobraría, de parecerse a Heathrow o a JFK, pero tampoco seguir siendo algo similar a N'Djili, que, como seguramente no saben, es el nombre del aeropuerto de Kinsasa.

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