La ciudad y los días

Carlos Colón

Amanecer Bacarisas

Sobre las ocho y media de la mañana de ayer Sevilla se convirtió en un cuadro vivo de Gustavo Bacarisas. Antes había ido naciendo despacio una luz perezosa, mal alumbrando un día triste desde un cielo aburridamente gris y plano. No parecía que el sol tuviera fuerzas para traspasar ese uniforme manto de ceniza bajo el que todo parecía carecer de relieve, de profundidad y de perfil. Era una mañana unidimensional, por así decir.

Pero la fuerza naciente del sol debió encontrar por la calle Oriente un desgarrón en la compacta uniformidad gris y logró deslizar unos rayos rasantes que pintaron con tonos rabiosamente dorados los últimos pisos de los bloques, los remates de las torres, las cruces y azulejos de las espadañas, las quietas hojas de las altas palmeras y las copas de los árboles más corpulentos. No era el oro viejo de los rayos primeros del sol otoñal, ni el oro sordamente ardiente de esos tórridos amaneceres de verano en los que el sol parece nacer ya viejo y resabiado. Era un oro amarillo albero, vivo pero sin brillo, denso, como el del ruedo de la Maestranza cuando lo compacta una breve lluvia de abril e inmediatamente lo ilumina una luz clara y plena. Parecía pegarse como una segunda piel a las cúpulas, las espadañas, las ramas altas y los bloques de pisos a los que hermoseaba y ennoblecía como si fueran torres antiguas.

Reinaba esta luz amarillo albero en un limbo dorado, flotando entre las calles que aún permanecían amodorradas en el gris y un cielo que reflejaba una asombrosa gama de malvas, púrpuras y rosas. La ciudad aparecía dividida en tres cantos, como la Divina Comedia: un monótono y triste infierno de calles sumidas en un amanecer sordamente gris; un dorado purgatorio de azoteas, tejados, torres, espadañas, palmeras y árboles ya rescatados por la luz; y un cielo imperialmente púrpura, deliciosamente lavanda, templadamente malva, rosado como los dedos de la Aurora homérica que cada amanecer dejaba caer en forma de rocío las lágrimas que lloraba por hijo Memnón, muerto durante el asedio de Troya.

No duró más de quince o veinte minutos este asombroso espectáculo que transfiguró ayer por la mañana la ciudad en un cuadro fauvista de Gustavo Bacarisas, a la vez que en un paisaje homérico y en una arquitectura de cantos del Dante. Después todo volvió a ser normal. O a parecerlo. Porque la belleza aguarda siempre, escondida en las cosas, camuflada en la cotidianidad, disfrazada de rutina, esperando darse a quienes saben que los dones mayores son gratuitos y que toda la belleza del mundo está en los ojos de quienes saben contemplarla.

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