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Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Amanecer en La Carihuela

LLEGAMOS los cuatro hermanos bien temprano para correr por el paseo marítimo antes de que el terral malagueño disecara las piernas. Faltaba Mario, el quinto, el benjamín, que estaba de vacaciones en Cerdeña. Etimológicamente, el nombre de esta isla por la que licitaron Italia y Francia procede de sardina. Para hermanarnos con el ausente, mi hermano Blas, el tercero, iba a preparar unas sardinas que consiguió a precio de diamantes de Pretoria.

La mañana era preciosa. Un poco más adelante, usando como límite la desembocadura de un pequeño arroyo, un cartel indica el final del término de Benalmádena y el comienzo del de Torremolinos. Empezaba la mágica rutina de los chiringuitos. Juan, promotor de la idea, nos presentó a Doménico, italiano de Brindisi que después de dar muchos tumbos por el mundo, incluido un paréntesis como cocinero en restaurantes de Londres, ha encontrado la horma laboral de su incansable zapato trabajando de hamaquero. A Brindisi lo bañan las aguas del Adriático que hacia el norte acarician la costa de Dubrovnik. A mis hermanos les encanta correr. Blas y Quique coleccionan medias maratones. Los dos corrieron la de Almansa, junto al imponente castillo, y cuentan que a los cincuenta últimos les daban como consolación una botella de vino.

Como otros veranos, la referencia de esta mañana de trotones era el chiringuito Molière. Cada año parece que lo ponen más lejos. En los lugares de asueto es sorprendente la superposición de horarios. Era sábado y La Carihuela se abría al día. Raymond Carr se hizo hispanista cuando en plena luna de miel descubrió Torremolinos. Lo recuerda siempre como un pueblo de pescadores. No ha perdido su encanto. Los aviones no dejan de entrar y salir y si en su visión coinciden con uno de los barcos que surcan el Mediterráneo, la estampa cobra quilates de Bósforo andaluz.

La Carihuela me recuerda el verano del 92. Noches de pescaíto con Andrea y su año recién cumplido sonriéndole desde el cochecito a un matrimonio de Nottingham. Allí vivimos las medallas de Barcelona 92, la primera para el ciclista chiclanero Moreno Periñán. Si llega a estar Ezquerra en el Gobierno catalán, no sé cómo habrían aguantado tantas interpretaciones del himno español a dos pasos del Tibidabo.

Una semana en Laredo y la siguiente en Torremolinos. Los etarras tienen el síndrome del landismo. Deberían cambiar en sus iconos a Sabino Arana por Jaime de Mora y Aragón. ¿Dónde está Molière? No llegábamos nunca. Dos días después colocaron un explosivo en el mismo paseo donde jugábamos a que éramos kenyatas. Distinguí las letras al final: Moliere sin acento. El dramaturgo que acuñó la patología nacionalista de estos enfermos imaginarios cuyos dolores inventados producen cicatrices reales.

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