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Andalucismo

Algún día habrá que hurgar en las posibles causas de un fracaso que en ciertos aspectos era previsible

De tarde en tarde, alguna referencia al andalucismo se hace pública. Últimamente, unas palabras del presidente de la Junta y una interesante entrevista dominical de Luis Sánchez-Moliní a Rojas-Marcos han aireado de nuevo el recuerdo de un movimiento que, hace años, ilusionó a muchos andaluces. Los hombres y las siglas que acogieron aquellos sentimientos y aspiraciones políticas llenaron las urnas, una y otra vez, con buen número de votos. Pero la voluntad y las ambiciones puestas en funcionamiento se desinflaron hasta diluirse en discreto silencio. Cuesta, pues, enfrentarse con ese pasado, quizás porque remueve, al recordarlo, algo más que la mala fortuna de un partido político: fueron más cosas las que se pusieron en juego y las ideas que se acariciaron. Por eso, algún día habrá que hurgar en las posibles causas de un fracaso que en ciertos aspectos era previsible. Este incómodo debate está ahí pendiente. Porque, en principio, pudo ser eficaz la táctica política de instrumentalizar sentimientos y apegos a una cultura para hacer más combativas las reivindicaciones sociales y económicas que llevaban siglos pendientes. Esta creencia estuvo en el origen de las propuestas de Blas Infante, recuperadas después por el nuevo andalucismo. Este último, se sintió alentado, además, por el ejemplo del nacionalismo vasco y catalán. Pero este mimetismo no resultaba válido porque las situaciones regionales ni eran simétricas ni podrían serlo. Los nacionalistas del norte buscaban ampliar sus privilegios económicos y políticos, basándose en una singularidad cultural que, con excepción de las lenguas, tuvieron que inventarla y recrearla, mientras que Andalucía, en la última fila por riqueza productiva, estaba, sin embargo, más que sobrada de una sobreabundante cultura que servía, además, para recubrir gran parte de la imagen cultural de España. Dicho de una forma simple: parte de la población vasca y catalana podía vibrar de entusiasmo ante la novedad de una bandera y un himno, (olvidando así la deuda contraída con los otros españoles,) pero en Andalucía ya había demasiada madurez mental para extasiarse, contemplando tales símbolos decorativos, sin percibir la manipulación política que encubrían. El andalucismo trajo, pues, himno, bandera y recuperó parte de un orgullo perdido. Y eso es de agradecer. Pero de la madurez de esta tierra cabría esperar que, igual que no cayó en el espejismo de las identidades, ahora, por fin, su sobrada cultura le permita dejar de figurar como la última o penúltima de la fila en todas las estadísticas económicas y sociales.

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