FERIA Toros en Sevilla hoy | Manuel Jesús 'El Cid', Daniel Luque y Emilio de Justo en la Maestranza

Relatos de verano

Francisco Núñez Roldán

Años de humo (7)

Ilustración: Rosell

Ilustración: Rosell

Subes por la vereda que se ciñe al viejo canal que acaba en los molinos. Abajo rumorea el Guadalevín, muy hondo. Luego gateas por los mechinales que te conoces en el muro. Murallas a ti…

Tienen que estar en la venta vieja, te dices. Ceñido a las casas llegas a ella. No hay gente de uniforme dentro, menos mal. El Ventero, el Pavi, que te conoce y saluda con un leve alzar de cejas, por si hay algún confidente entre la parroquia. Llevas muy calado el catite, de todos modos. Le hablas al Pavi en un aparte. Preguntas y te contesta. Ella y su hija están en la habitación grande de las mujeres. Él en la de los hombres. Llegaron tarde. No había un cuarto solo para la familia. Mejor. Pero que no armes escándalo, que entonces no te conoce. Y tú, que no se preocupe. Esperas a que salgan todos y luego subes y haces larga guardia, acurrucado en el pasillo, oculto e inmóvil. Te tientas, sin pensarlo, la navaja, grande, cerrada, bajo la faja. Por costumbre, por nada, piensas. Tienes toda la noche. Sale una mujer a orinar al corral. No es ella. Vuelve. Sale más tarde otra. Ahora sí. Antes de que llegue a la puerta del corralón te incorporas y le pides silencio en voz muy baja. Se diría que te esperaba. Apenas le ves la sonrisa. Le pones las manos en los hombros. La oyes respirar, la sientes latir frente a ti. La escasa luz de luna que entra por el ventanuco basta para apreciar sus facciones. Qué guapa, maldita sea, que tuya fue, qué suyo fuiste… Todo vuelve dentro de ti. Malditamente todo. Quizá también dentro de ella, seguro. No habla. Tú simplemente le dices:

-¿Te acuerdas de nuestros años en la guerra, los años de humo como tú los bautizaste?

-No me voy a acordar, Asaúra… Pero habla bajito, se vayan a despertar las otras, o la niña. Y no me pidas nada… Ya fuimos felices cuando teníamos que serlo. No me pidas que salga al corral contigo. Tuvimos nuestro tiempo. Hay un tiempo para todo, y este es para nada más vernos y decirnos adiós, Eugenio…

-¿Quieres mucho a tu marido? -no puedes evitar preguntarle.

Le ves dos lágrimas. Le tiembla la voz, y el cuerpo todo, un poco. Y te rindes. O te vences. No lo sabrás nunca. Simplemente dices:

-Un beso y adiós, Guinda. Sólo he entrado en Ronda y he llegado hasta aquí por un beso.

Conocedor de gateras y atajos, Eugenio, el Asaúra, consigue entrar en Ronda de incógnito. Dará con la venta donde está la Guinda, su antigua compañera en la guerrilla y nunca olvidado amor. Conseguirá hablar con ella, que también siente por él algo seguramente muy similar, mitigado ya por la deriva que ha tomado su vida. Pero hay un tiempo para todo, y el de ellos ya no es el de aquellos años de humo."Necesitas todo el amplio aire del tajo de Ronda. Que te entre y salga por los pulmones. Respiras con violencia y de nuevo te ciñes a los muros. No te caíste porque Dios no quiso, y se ve que tú tampoco querías"

Es quizá la mentira más grande y redonda que has dicho y dirás en tu puñetera vida, pero es tan estúpida y tan bella que parece verdad. Y ella te da un beso, uno solo, largo y hondo, ¡Qué beso, Dios! tras el cual te sientes inesperadamente limpio, como te sentías después de la confesión, cuando te confesabas, y retrocedes despacio mientras ella sigue sonriendo y se gira, entra callandito en el cuarto y tú bajas la escalera de piedra sigiloso como el medio gato que sueles ser por las noches. Llegas abajo y abres sigiloso, cerrando tras ti la puerta que el Pavi había dejado sin atrancar del todo.

Necesitas todo el amplio aire del tajo de Ronda. Que te entre y salga por los pulmones. Respiras con violencia y de nuevo te ciñes a los muros. Una patrulla de migueletes con su gran fanal pasa cerca de ti sin verte, tú mimetizado en una honda entrada con una puerta oscura, seguramente de parecido color al del capote que te cela y envuelve.

Bajaste otra vez por la vereda que da al tajo. No te caíste porque Dios no quiso, y se ve que tú tampoco querías. Por poquito. Abajo, escondido bajo un árbol, encendiste un cigarro y ululaste como el cárabo. Cagabalas te respondió con el canto del mochuelo. La contraseña. Diste a poco con él. Con el capote embreado, bajo la lluvia que había empezado a caer, él y la montura parecían una estatua. Tu caballo, al lado. Montaste y le pusiste unos segundos la mano en el hombro a tu compañero. El dio unas breves palmaditas sobre la tuya. Suficiente saludo. No te preguntó nada. Para qué, pensaste y pensaría. A poco, frente a la ciudad que se alza como una dentadura recortada en el tajo contra el cielo, ya en la cueva excavada junto a la vieja ermita, redondeadita como un vientre, allí una fogata menuda y tres puntas de cigarros encendidos en la penumbra. Y la cantimplora de aguardiente que pasa de uno a otro. El silencio de saberse juntos sin precisar más palabras que las necesarias, y a veces ni esas. Juntos vosotros y tantos, que tras los años de humo no habéis sabido, o querido, o podido, cualquiera sabe, volver a la vida que llaman normal, la que aquellos años os desbarataron para siempre.

Y mañana, Dios dirá. Dios y los migueletes, claro. Y los caballos, que no fallen. A ver si en dos días llegáis a Castellar, que Ojovirao os espera con buen material, como siempre. Y al pasar por aquella barranca, el acostumbrado padrenuestro por Zapatón, que ni cruz tiene donde sabéis que él también descansa, con la calavera partida en dos, y que imaginas debe de estar aguardando impaciente la resurrección de la carne para recomponerse.

Mañana, lo dicho, Dios dirá. Desde hace mucho, todos los días son para ti mañana…

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