Paco Núñez

Años de humo (1)

Madrileño, vive en Sevilla. Ha traducido poesía inglesa y escrito ensayo histórico. ‘Un general para Hitler’ y ‘Pura Raza’ son sus últimas novelas, ambientadas en la guerra civil y la mundial. Premios de novela San Fernando, Ateneo de Valladolid y Badajoz, entre otros. Reciente VI Premio Hispania de Novela Histórica, de Ediciones Áltera, con ‘Palabra de Guerrillero’, de publicación en otoño, ambientada en Andalucía durante la Guerra de la Independencia, en cuya línea, personajes y lugares ocurre el presente relato.

Años de humo (1)

Años de humo (1) / Rosell

Tras tanto tiempo de guerra, lo que más recuerdas es el humo. El que se veía como signo de destrucción y el que vosotros no hacíais en el campo para no detectar vuestra presencia. El humo como símbolo. Y mira que habías pasado por situaciones difíciles, por muertes propias y ajenas, si por propias podían llamarse, no la tuya, claro está, pero sí las de los demás guerrilleros, o las de la población civil. Por ajenas, las de los franceses. Y las de los afrancesados. Aunque estas, la verdad, quedaban dudosas. Las había más merecidas y menos. Algunas, nada, seguro. Pero de aquellos años inesperados y bestiales, el humo era lo que te viene más a la memoria, con lo que sueñas, incluso. Menos mal. La barbarie de la guerra apenas asoma, esquinada y breve, en los sueños que recuerdas al despertar por la mañana. El humo, no. El humo, su olor acre, su presencia intangible como heraldo de la destrucción, te vuelve siempre a aquellos cuatro años en los que anduviste a salto de mata, nunca mejor dicho, comiendo poco, durmiendo menos, jugándote la vida hasta un grado que aún te asombra, y escapando por fin de aquel remolino canalla que se llevó a tantos buenos y malos y que ahora, pasado el tiempo, ni siquiera tienes claro si sirvió para algo. Pero en aquellos momentos quizá tenías derecho al error. Tenías hasta el deber de él, incluso de haberlo admitido como tal, porque la invasión francesa había trastocado todo de tal forma que no era cosa de equivocarse o no, sino de lanzarse hacia delante, contra ellos o con ellos, por encima de gustos y opiniones, en una vorágine que se tragaba aciertos y equivocaciones en el mismo grado, en una guerra inesperada que llegó de fuera pero se libró dentro y cuyas secuelas quedaron más adentro aún, como un mal que infecta y convive con el cuerpo dañado mientras a este le dura la vida.

Ahora solo recuerdas, a veces, mucho, el humo. Cuando los gabachos quemaron Montellano, Algodonales, Olvera, Ubrique... Sobre todo, Ubrique. Aquel terrible junio de 1810. El humo subía arremolinado desde el valle, y la atmósfera cálida y pesada lo detenía poco más arriba, dejándolo como un inmenso sombrero borroso y siniestro sobre toda la zona. No sopló viento alguno hasta el día siguiente, como si el aire quisiera dejar en la memoria de quienes habían contemplado aquella bestialidad la estampa de un cielo ennegrecido e inmóvil, un caparazón diabólico que no se atrevía o no se quería ir del pueblo del que había brotado. Verdad era que a veces las hogueras campestres formaban en días sin viento algunas fumaradas grises casi inmóviles. Pero aquella humareda atroz, aderezada con gritos y disparos que reverberaban en los tajos cercanos al pueblo era un espectáculo tan nuevo como sobrecogedor. Y menos mal que tú, salido al día anterior con la mula, a esparragar en la altiplanicie cercana a los cortados, estabas fuera en aquella jornada irrepetible, Que si no, igual caes allí, como tu hermano Luis, como tantos otros y otras, muertas y vejadas por una tropa que venía a traer la civilización legislada, decían, pero a un precio, y vaya precio. Toda la destrucción era sin embargo entendible, dentro del hambre geográfica del emperador tirano, pero cuando alguien decía que algún día se bendecirían las ventajas legales que imponía el invasor, entonces era cuando había que reconocer que se carecía de aguante para sufrir aquella felicidad futura impuesta a través de tanta presente desgracia.

“El humo, su olor ocre, su presencia intangible como heraldo de la destrucción, te vuelve siempre a aquellos cuatro años en los que anduviste jugándote la vida hasta un grado que aún te asombra”

Entrar en la guerrilla te resultó no ya fácil sino obligado. Encima, los de la Milicia Cívica, con sus vistosos uniformes, imponiendo el orden del rey intruso en la sierra. O eso pretendían. No habían podido los franceses, iban a poder ellos.

–Tú le tiras al de la derecha –te indicó Zapatón, tu jefe entonces–. Yo, al otro. Verás como el que queda echa para atrás. Allí estarán La Guinda y Cagabalas, que verás tú como no se les escapa…En la tarde limpia de noviembre retumbaron los dos tiros en la curva del camino, y entre el encinar levantaron el vuelo unas cuantas aves mientras los dos hombres caían, uno de ellos agarrándose un rato al cuello del caballo, como si allí estuviera la vida que se le iba. El tercer miliciano josefino hizo caracolear un instante su caballo para arrancar un galope en retirada que a poco cortaban dos escopetazos que se oyeron casi simultáneos al otro lado de las peñas.

Lo mejor de Zapatón, el fusil ese que os habían dado los ingleses, ese que miraba uno por el cañón y veía unas rayas que giraban a un lado. Decían que por eso no se desviaba la bala. Era más lento de cargar. Bueno, pero y qué. A doscientas varas traspasaba a un hombre, y fallaba casi nada. No como los fusiles de cañón liso, que a más de cien varas apenas hacían puntería. El fusil, el rifle, como le llamaban los ingleses y luego vosotros, el que tú ibas a heredar de Zapatón cuando aquel coracero le abrió la cabeza de un sablazo aquella requeteputa tarde en la barranca de Castellar. Y Sérvulo, el Jabalí, que no, que caído Zapatón el rifle era para él, que era mejor tirador que tú. ¿Y lo era?

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