URGENTE Pedro Sánchez se retira de la vida pública hasta el 29 de abril para pensar si seguirá de presidente del Gobierno

Paco Núñez

Años de humo (2)

Eugenio, el Asaúra, guerrillero de la Guerra de la Independencia, por las serranías entre Cádiz y Málaga, evoca sus años entre aquellas partidas, que se batieron con numerosos contingentes franceses. Y en la guerrilla ha aparecido una mujer, como ocurrió con frecuencia en la realidad. Es la Guinda, que se convierte en amante de todo el grupo. Este captura a unos correos franceses camuflados, cuyas órdenes escritas consiguen descubrir sus captores con medios tan expeditivos como crueles.

Años de humo (2)

Años de humo (2)

Fue de pura chamba, piensas ahora, cuando demostrastes que tú eras mejor, que en tus manos el arma sería más eficaz. En tu puñetera vida le habías acertado a nada tan lejos. Y tuvo que ser en aquella prueba cuando te salió el segundo mejor tiro de tu vida y partiste la rama mientras el de Jabalí apenas quebró unas hojillas cerca. Tu mejor tiro tendría que esperar un año.

–Ha sido suerte, Eugenio, tú no eres tan bueno –no pudo evitar decirte tu competidor compañero. Y tú, alzando los hombros, sin decir palabra, porque la victoria no precisa hablarse. Es victoria y ya está. Pero tú haciéndote el avergonzado, que no lo estabas, y a por el rifle, a cuidarlo, a mimarlo como a una mujer…Bueno, no, como a una mujer no. Como a la Guinda, no. Eso era distinto. ¿Qué habría sido de vosotros, de ti, sin la Guinda?

La Guinda. Tan guapa, o eso te parecía, os parecía a todos. Tan huérfana como tú, con el mismo valor de cualquiera de vosotros, tan buena jineta como el que más. Pero luego, tan linda a solas, que parecía cuando estabas con ella que eras tú el único hombre de su vida. Y así debía de ser con todos los de la partida, que callabais cualquier comentario, en cuyo silencio deducías que todos debían sentirse amantes preferidos, dentro del inevitable reparto de afectos que sabíais que existía, que a veces hasta escuchabais los jadeos y pretendíais no oír nada, no saber nada. Hasta aquello, claro, milagro que no se hubiese quedado preñada antes, con cinco verracos como vosotros alrededor. Pedro, Antonio, Sérvulo, Domingo y tú, Eugenio; es decir, Zapatón, Cagabalas, Jabalí, Ojovirao y tú Asaúra, por tu padre y tu abuelo, que decían era el plato que más les gustaba. El caso es que, lo recuerdas con gran pena, dentro de una pequeña alegría, porque cuando la Guinda se quedó preñada, todos, seguro, pensabais que erais el padre. Menos mal, o no, que luego se descarriló todo y no llegó a buen término. La verdad es que era lo mejor que podía haber pasado.

Pero es que yo no soy un caballero, gabachito, yo no..., le susurraba Ojovirao mientras le hundía y retorcía la navaja hasta las cachas

¿Dónde hubiera ido la Guinda a parir, a cuidar de su criatura, de aquel hijo colectivo al que no se le hubiera visto el parecido, y con ello la paternidad cierta, hasta que no hubiese crecido un poco, inevitablemente lejos de vosotros y vuestras correrías? Vosotros no erais tártaros de nación, como os dijo un estudiante de medicina de la partida del Seminarista, cuando se enteró del caso, de esos tártaros que iban con hijos por la estepa y cuyas mujeres parían casi a caballo. Mejor así, mejor que se estropease todo, por más que la Guinda llorase unos días un poco, no mucho, la verdad, que hay que ver lo fuerte que era, que es, quieres pensar, que seguramente seguirá siendo, esté donde esté, con quien esté, con quien ya vistes que ahora está, esa mujer que durante cuatro años era un compañero más para todo, salvo para esos instantes primarios y bellos que sabía tener para todos y cada uno de vosotros cinco cuando era menester.Todos con su mote, como corresponde a la gente de campo. Y tú, Asaúra, como aquellas asaúras que un día medio le echasteis afuera al correo francés delante del otro, para que hablase, y vaya que sí habló, pensando que ibais a respetar en él la vida que no habíais perdonado al compañero. Los habíais descubierto pese a toda la pinta de honrados comerciantes. Pero mira que fiarse de vosotros, de vuestra caballerosidad.

–Pero es que yo no soy caballero, gabachito, yo no… –le susurraba Ojovirao mientras le hundía y retorcía la navaja hasta las cachas bajo la tetilla izquierda, después de haberos confesado el pobre que en aquellas muestras de telas, escrita con la que llaman tinta simpática iban las instrucciones del gobernador de Málaga para el cuartel de Medina Sidonia, con vistas al movimiento de tropas para reforzar el sitio de Cádiz. Las palabras con tinta que arrimándole calor salían a la vista. Y el otro, que si se iba a pasar a vosotros, como sabía que había hecho más de un desertor de los gabachos. Y no hablaba mal el español, el tío. En tres años aquí había tenido tiempo. Y encima, que si tenía un niño con una española en Ronda. Qué equivocación más grande contaros eso. Qué insulto, encima, liándose con una de aquí, el guapito aquel, porque guapo sí que era. Eso sí, de valiente, poco. Bueno, pensándolo bien, qué hubieras hecho tú, Eugenio, en un país que no era el tuyo, ante una gente que no era la tuya y que le habían medio sacado el hígado de un tajo al otro prisionero, que se retorcía como podía atado al árbol y la cara le iba reventar de tensión con aquel pañuelo en la boca para que no gritase… Seguramente hubieras hablado también. No porque creyeras demasiado en la palabra de aquellos cinco salvajes, entre los que estabas tú, pero siempre era una posibilidad, pequeña, de salvar la vida ante la muerte cierta en manos de quienes tan fácil la quitaban. Y al final, ni eso. Pobre guapito. Allí, junto a su compañero, espera la resurrección de la carne, bajo aquella gran encina esquinada entre aquellas piedras que vosotros sabéis, cerca de la laguna de la Janda. Pero lo mejor, sin duda, fue cómo los descubristeis…

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios