DIRECTO El resultado sobre la consulta de la Feria de Sevilla en directo

DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

Relatos de verano

Francisco Núñez Roldán

Años de humo (5)

Una lluvia torrencial y continua ayudó a desbaratar el ataque francés a Tarifa en enero de 1812. Eugenio, el Asaúra, estaba entre las partidas refugiadas en la ciudad y que actuaron en la defensa a las órdenes de oficiales regulares. También la Guinda, la compañera del grupo, colaboró en la acción. Pero al cabo de los años, tras la segunda invasión francesa de 1823 y derivados algunos guerrilleros en contrabandistas y bandoleros, aparece repentina la Guinda ante ellos, con muy distintos modales y aspecto.

Ilustración: Rosell

Ilustración: Rosell

Porque si no llega a caer aquellos días la manta de agua que llegó del cielo, a lo mejor a los franceses no se les moja la pólvora y las mechas, ni se atascan en el fango, ni tuvieron que dejarse tantos cañones y tanto material de vuelta para Cádiz, que para algo tenía que servir lo infernal de los caminos españoles, por si no fuera poco lo que las ruedas de aquellos monstruos de bronce destrozaban. Y eso que intentaron inutilizarlos antes de la retirada, pero más de la mitad se recuperaron.

Antes de que vuestra pólvora y el agua celestial se matrimoniaran para derrotar al francés, estaba claro que la ciudad caía, que eran muchos y muy bien armados contra vosotros, y que la brecha que la artillería había abierto en la muralla dejaba sitio para que entrase una compañía alineada. Señor, qué boquete habían hecho… No una, sino veintitrés compañías atacaron a la vez. Pero nada, con el fango hasta las rodillas se atascaban entre ellos tanto como bajas les hacíais desde las troneras. Y ellos con las mechas mojadas, y no como vosotros. Como liebres caían…

Y la Guinda, qué mujer, cómo se portó aquellos días de Tarifa organizando a las del pueblo en lo de las vendas y las camillas y parihuelas hechas con camas, maderas y colchones. Ni uno de los hombres tuvo que dejar su puesto para hacer de enfermero. Todo aquello, las mujeres. Ellas y vosotros, todos imprescindibles en aquel tres contra uno que más o menos erais contra los gabachos…

Eso es también algo que te sorprende ahora, y mucho, que aquellos franceses, derrotados en 1812 hayan vuelto hoy en plan de victoria, once años más tarde tan solo. Algunos eran hasta los mismos que salieron de aquí entonces, con el rabo entre las piernas. Oficiales, casi todos, ahora con uno o dos grados más en sus galones. Hablando bien el español que recordaban algo y que han vuelto a recordar mejor. Algunos con una inevitable sonrisa de triunfo, de venganza, más bien, dirías, y sorprendidos por la ausencia de resistencia ahora, en comparación con la que se encontraron en los que tú llamas años de humo ¿Cómo puede ser, se dicen y te dices? Cierto que los ingleses no ayudan ahora. Que parece que toda Europa está contra vosotros. Congreso de Viena, han dicho que se llama eso. Esa palabra salió a relucir en una venta el otro día, de boca de algún viajero que debía de saber de lo que hablaba. Tú no sabes dónde cae Viena. Debe de estar muy lejos, pero se ve que pesa mucho en España. Y la soledad en la defensa, que antes estaba espoleada por la presencia de los casacas rojas. Quizá el cura de tu pueblo, don Romualdo, tenga también alguna de las claves del misterio. Ahora, al revés que entonces, desde su púlpito animaba a recibir como amigos a una tropa que venía a reponer al querido Fernando, como él le llamaba, como el rey neto, que también le dicen. Pero ¿Tanto pesa don Romualdo y los ingleses ausentes para que entre los dos hayan apagado aquellas hogueras que daban el humo bajo cuya sombra combatías?

A ti ya te da igual hasta por qué luchan y se matan los hombres, quién va a ser rey y cómo va a gobernar. Tú, ya montuno sin remedio, sin casa fija, sin mujer fija, tú ya centauro quieras que no, con los riñones que empiezan a dolerte a tus largos treinta años, de tanto trote y galope por estas sierras que te conoces mucho mejor que la palma de la mano, porque la gente no se conoce la palma de su mano, diga lo que diga. Tú, que le has tomado gusto al aire libre, a no obedecer a nadie y que tan bien te llevas, ya era hora, con Jabalí y Cagabalas, tus dos compañeros con los que formáis una partida minúscula, eficaz y peligrosa. Que lo digan los que os persiguen ahora, los migueletes esos. Algunos, de la antigua Milicia Cívica, recuperados cuando volvió Fernando, rebajados cuando la Constitución y vueltos a poner después de esa segunda invasión francesa, la que debería dolerte si fueras la mitad de patriota que cuando los años de humo, cuando no se estaba cansado de luchar por un país que pensabas el tuyo y que ahora sabes que no es tuyo nada más que en el escaso suelo que pisas fugazmente cada día.

Suelo que sin duda disfrutará la Guinda. Qué sorpresa se llevó cuando os visteis el otro día en aquella posada en el camino de Ubrique a Villaluenga. Os quedasteis de piedra los tres de la partida. Y ella. Qué de cosas no os dijisteis sin hablar al verla allí, con aquella hijita tan guapa, tan parecida a ella, que iba tan bien vestida, y con el que debía de ser su marido, un tipo bastante presentable y bien trajeado, bajando del carro que justamente asaltaríais al llegar al puerto, en la mismísima curva donde hacía años habíais actuado juntos contra el francés. Qué facha la vuestra y qué bien vestida ella. Qué silencio entre todos, repentinamente pactado, porque hubieran sido demasiadas palabras las que hubieran sido precisas para volver a acercaros a vuestra antigua compañera, ahora tan engalanada, y montada en el carro que justo ibais a atacar luego, tras adelantaros a ellos atajando desde Ubrique por la vieja vereda empedrada hacia el puerto.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios