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Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Antivirales

SI aceptamos que el Tamiflu es un patrón de medida mundial para calibrar los diferentes miedos que ha generado la aparición de la gripe A (miedo a enfermar, miedo a no disponer de medicamentos suficientes, pavor al fracaso del modelo sanitario público, terror a una catástrofe, pánico al naufragio político), hemos de aceptar que la alarma en España equivale a quince millones de unidades, que es una cifra importante. Sin embargo, si medimos también en dosis los efectos reales de la pandemia en nuestro país no supera las 6.000, que son las unidades que se han despachado en las farmacias para tratar a los pacientes afectados por el dichoso H1N1. La diferencia entre los quince millones de tamiflúes de miedo injustificado y las 6.000 unidades dispensadas es abrumadora: la que va entre el horror desplegado socialmente y los efectos reales. ¿Nos ha tomado alguien escandalosamente el pelo o somos nosotros los que hemos aceptado como complacientes corderos que nos embargue la inquietud porque, en nuestro aburrido y ahíto Primer Mundo, necesitábamos emociones fuertes? Seguramente ambas cosas. Los laboratorios han hecho otra vez su gran negocio (no tanto los distribuidores ni los expendedores) y nosotros, en el papel de consumidores irredentos, los hemos pasado bien jugando a la ruleta rusa con balas cargadas con virus de fogueo.

Yo no creo en las tesis apocalípticas divulgadas a través de internet por la Monja de la Gripe. No creo que los laboratorios pretendan cargarse a la humanidad, ni siquiera a una parte, para vender a continuación el remedio. Su objetivo principal es más rutinario: ganar dinero. Y en este caso algunos han hecho un buen negocio. Dicen que los laboratorios son los que están detrás de muchas de las asociaciones de enfermos de nuevas o raras enfermedades que reclaman a la Seguridad Social que reconozca su afección y costee los medicamentos. Es posible. La Monja de la Gripe ha ido demasiado lejos pero su teoría tiene un baño de verdad: el poder de los fabricantes de medicamentos en conjunción muchas veces con los gobiernos.

Según publicó ayer el diario El País, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios ha decidido de un golpe ampliar la caducidad del Tamiflu de cinco a siete años. Al parecer la decisión de alargar la vida activa de un compuesto depende menos del propio remedio que de la voluntad de las autoridades sanitarias. En este caso, los quince millones de antivirales que guarda el Gobierno van a disfrutar de una vida suplementaria. Como Lázaro pero en microscopio.

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