Relatos de verano

Jorge Duarte

Apacible almuerzo en el chiringuito (V)

 Sinceramente, no parece usted tan… retrasado -dijo doña Clotilde-. ¿Quiere una limosna? -preguntó, mientras introducía la mano en su bolso. 

-Soy tontito, no pobre -contesté sin dejarme ver-. Aunque admito billetes de cincuenta. Los colecciono desde que salió el euro.

-¡¡La Virgen Santísima!! -gritó doña Clotilde, llevándose las manos a la cabeza. Se había levantado, picada por la curiosidad, y me escrutaba de arriba abajo-. Pero si tiene la entrepierna….¡¡toda mojada!!

-No es la primera vez que me pasa -dije en mi descargo-. Tal vez si se hubieran dejado de tanta cháchara, este penoso incidente no hubiera ocurrido.

-¿A qué espera, Benavides? -dijo la amiga-. Acompañe a este señor a los aseos y haga algo por él. Límpielo o.. ¡yo qué sé! -puso cara de asco e hizo gestos repetidos con la mano para que se diera prisa.

Logramos llegar a los servicios sin más incidentes. El maître se ausentó durante unos instantes y trajo el secador y el quitamanchas. En menos de dos minutos había secado mi bragadura, tras lo cual quedó un desagradable lamparón amarillento que, a la postre, hice desaparecer con el quitamanchas. 

Volví a mi mesa bastante satisfecho. El maître trajo otra cerveza y me felicitó por mi maravillosa interpretación.

-Benavides -dije, arrugando exageradamente el semblante-, ¿podría regañar a esos niños? Están molestando a todo el mundo con el baloncito.

-¿A qué niños se refiere, señor?

-Los tiene justo detrás de usted.

-No veo que jueguen a la pelota -replicó éste.

-Ahora mismo no. Pero no han dejado de hacerlo desde que han puesto los pies en este lugar… 

-Ya…

-¿Qué significa ese ya?

-Que mi religión me prohíbe regañar a niños ajenos, sobre todo cuando los padres merodean por los alrededores.

-Muy sensata su religión. Supongo que sí podrá hablar con los padres directamente. ¿O también lo prohíbe su peculiar religión?

-También. De hecho, prohíbe todo lo que ponga en riesgo mi integridad física o psíquica. Hablar con usted constituye una excepción. Por si me iba a preguntar acerca de ese extremo.

-No es por nada, pero está usted cada vez más irreverente.

-Le recuerdo de nuevo que estoy despedido. Fíjese hasta qué punto estoy relajado que podría incluso propinarle un par de bofetones sin temor a consecuencias desagradables de ningún tipo, sobre todo laborales. Pero no tema, de momento no le voy a hacer daño, usted también me está cayendo bien.

-Yo diría que si me pega sí habría consecuencias desagradables, si me permite contradecirle. Le daría una paliza de muerte. Pasaría una temporada en Traumatología con todos los gastos pagados.

-Lo dudo. Tengo nociones de artes marciales y voy al gimnasio a diario. Antes de que levantara la mano lo habría machacado como a una cucaracha. ¡Pero qué bien me lo estoy pasando, Dios mío! -exclamó con grandes alharacas-. Los demás clientes no me siguen el juego, pero usted… ¡usted es único! Esto de estar despedido es superdivertido. 

Un señor de edad avanzada, que almorzaba con la que debía de ser su esposa, una distinguida anciana de pelo plateado y mirada apacible, se levantó de su silla ayudándose de un bastón y se acercó a uno de los niños.

-Hola, chiquitín, ¿cómo te llamas? -preguntó dulcemente.

-Gorka -respondió.

-Verás, Gorka, éste no es buen lugar para jugar a la pelota. ¿Por qué no vais a la playa? Allí tenéis todo el espacio que queráis y, además, no molestáis -le acarició el pelo y ensanchó su serena sonrisa.

Gorka se quedó mirando al anciano unos segundos sin articular palabra. Súbitamente apartó la mano de éste de su cabeza con desdén, le escupió en la cara y salió corriendo hacia la mesa donde todavía devoraban mariscos sus padres. Se acercó a ellos y, para mi sorpresa e indignación, se puso a llorar mientras señalaba en actitud acusadora al anciano, quien, todo pasmado, se limpiaba el rostro con un pañuelo. 

No pude oír lo que decía el pequeño diablo pero no debía de ajustarse ni un ápice a la realidad, pues el padre lanzaba miradas furibundas al anciano mientras interrogaba, cada vez más alterado, a su hijo, llegando incluso a zarandearlo por los hombros con cierta vehemencia. La madre se arrodilló ante el chiquillo y lo abrazó con apasionamiento mientras lo besaba repetidas veces en la frente y mejillas. De repente el padre se levantó de su silla con brío, dejándola caer hacia atrás ruidosamente, y, con la ira subida a su rostro y los puños cerrados con apretura, se encaminó a grandes zancadas hacia la mesa donde se sentaba el abuelito. 

El energúmeno se aproximó por su espalda y, a gritos, dijo:

-¡¿Qué es lo que ha hecho a mi hijo, vejestorio?! 

-Perdone usted -respondió éste con buenas maneras-, debe de haber un error. Lo que ha ocurrido es…

-Sólo le advierto -le interrumpió sin intención alguna de dejarle hablar -que como vuelva a acercarse a mi hijo le rompo el cráneo, jodido cascarrabias-. Como remate, dio una fuerte palmada en la mesa, haciendo saltar la vajilla a no menos de un palmo de altura.

Una mancha de vino tinto se extendió a toda prisa por el mantel ante las expresiones atónitas de los entrañables viejecitos, quienes, avergonzados, miraban de soslayo a las mesas adyacentes.

Ninguno de los que presenciábamos aquella flagrante injusticia movimos un dedo por defender o exculpar al anciano; ni siquiera nos acercamos para dedicarle algunas palabras de solidaridad. Nos limitamos a guardar silencio y a congelar nuestras vistas sobre él, perpetuando su estigmatización.

El dueño del local esperó, cobarde, a que el padre del niño volviera a su mesa para acudir en auxilio de los abuelos. Se deshizo en vanas disculpas mientras hacía una señal con la mano a un camarero, quien, a toda prisa, cambió el mantel, sustituyó la vajilla por una limpia y aderezó la mesa.

A los pocos minutos los niños volvieron a incordiar con la pelota, sin la menor oposición de los padres o los empleados del restaurante, para consternación de la mayoría de los clientes.

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