BING CROSBY Y DAVID BOWIE. Somos, quizá para nuestra propia desgracia, esclavos de nuestros recuerdos. Es posible que las generaciones que ahora crecen enganchadas a Ipads, Iphones y demás artilugios vaciadores de atención tengan la fortuna de contemplar en su día el pasado como veían los replicantes de la película Blade Runner las fotos falsas que les proporcionaban sus creadores para hacerlos a imagen y semejanza de aquellos humanos. Pero nosotros, decía, todavía hemos sido educados con el ejercicio de los recuerdos. Entre ellos, uno que asocio cada año por esta época de velas y, todavía, nacimientos, belenes y frío, es la canción The Little Drummer Boy cantada a dúo por Bing Crosby y David Bowie en el programa del primero el 30 de noviembre de 1977, poco antes de comenzar la Navidad de aquel año. El vídeo, que puede verse en Youtube, es verdaderamente impagable y en él, Bowie, el icono de la ambigüedad de la época, desafiando y provocando al mismo tiempo a imbéciles de todo tipo, aparece adornado con una sencilla cruz sobre el pecho mientras canta Peace on Earth, a la vez que Crosby desgrana las estrofas de la canción principal. En España, ese villancico compuesto por Katherine Kennicott en 1941 sobre la base de una balada tradicional checa ya fue versionado en 1966 por Raphael (El Pequeño Tamborilero), nuestro Cliff Richard de entonces. La Navidad, para unos pocos, aún consiste en recordar el Nacimiento mientras oímos una y otra vez The Little Drummer Boy.

SOLIDARIDAD RIMA CON NAVIDAD. Otros, permítanme la expresión, "aprovechan estas fechas entrañables para mostrar su cara más solidaria". Parece que especialmente en estos días necesitamos, entre algodones blancos que simulan nieve pura y lucecitas que imitan a renos, a papanoeles y demás zarandajas, no sólo ser más o menos afortunados sino, además, sentirnos bien, parecer buenos. La cuadratura perfecta. Ya que no vamos a sentar un pobre a la mesa, como en la película Plácido, aquella genialidad que se mofaba de las campañas franquistas -básicas, ingenuas- que incitaban a practicar la caridad según era entendida por el Régimen, inventemos algo realmente indoloro. Obsoletos ya han quedado los telemaratones solidarios, esa estupidez pequeñoburguesa pasada por el filtro de la realidad virtual, que proporcionaban bienestar espiritual a cambio de una llamada de móvil o de un toque de ratón. Se imponen ahora, en una vuelta de tuerca de la hipocresía, los regalos solidarios (qué hartura de palabra), los apadrinamientos y, en el caso de celebrities de primera o cuarta división, los viajes al extrarradio global o las fundaciones de medio pelo. Brad Pitt vuela en su jet privado de desastre en desastre; Lady Gaga lucha contra el sida, y DeGeneres contra la homofobia; para cubrir cualquiera de nuestras necesidades de conciencia siempre hay una ONG dispuesta a aliviarnos sin menoscabar nuestro estilo de vida: en un suplemento de regalos de un periódico "progresista" se nos dice que podemos, a cambio de cantidad exigua de dinero, salvar un guacamayo del amazonas o preservar una hectárea de bosque mientras cambiamos de coche cada tres años. También, por cuarenta euros, se nos comprar un kit dental para doscientos niños, o "camisetas de algodón orgánico de la India y diseño de pequeños artesanos de Italia". Puestos a cultivar la ojana solidaria y sostenible, opto por la ingesta de cervezas trapenses: mientras bebemos las mejores del mundo, las elaboradas por los monjes en sus abadías belgas, ayudamos a sus obras sociales. O así nos lo creemos.

ENCUESTAS NAVIDEÑAS. La Navidad, hasta hace bien poco, consistía en la mixtura apropiada de celebración religiosa y familia. De ello, por la disolución acelerada de ambas, sólo queda la carcasa convertida en alegoría anglosajona y pagana. La Coca Cola y su muñeco rojo han ganado por goleada. Según una encuesta realizada por Metroscopia, para el 84% de los jóvenes españoles (hasta los 34 años, otro signo del infantilismo reinante) estos días solamente significa cenas, fiestas o reuniones; para el 72% no tiene ningún significado religioso, y únicamente el 15% asiste a la Iglesia en esta época del año (no digamos del resto). Si toda la parafernalia religiosa hubiera sido sustituida por algo edificante, no nos entristeceríamos. Pero trocarla por lo que Pasolini, como recordaba Colón hace unos días, denominó "el fascismo consumista" hace varias décadas, convirtiéndonos en esclavos de la última novedad tecnológica o de perfumería, es lamentable. Dicen que lo último que hay que perder es la esperanza. Hagamos ese ejercicio y pensemos que todavía quedan aldeas irreductibles.

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