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Cuchillo sin filo

francisco Correal

Ataúlfo

SE canta lo que se pierde. Tenía razón Machado. Guardo mejor recuerdo de las bodas que me perdí que de las que me gané, porque el recuerdo del motivo de mi ausencia transforma ésta en presencia. De las bodas en las que estuve, con las excepciones de rigor, apenas queda el protocolo de besos y puros. Me perdí la boda de mi mejor amigo porque tuve que ir a prestar declaración por haber llamado en los papeles sheriff a un juez de paz de Valencina de la Concepción. Al juicio, del que salí absuelto con la condena de perderme la boda de Fernando con Paqui, asistieron mis amigos Jesús Quintero y Nani Carvajal.

Me perdí la boda de mi tía Paqui con Ángel Vasconcellos por culpa de un examen de Filosofía. El día que porfiaba con Kant y Descartes, el novio se convirtió en mi tío Ángel, el primero que me mostró las entrañas de un periódico, el diario Pueblo en el que trabajaba. Me perdí la boda de mi amigo y compañero Juan Luis de las Peñas, aquí al otro lado del pasillo, porque a la misma hora de su enlace con Gracia tenía cita en San Telmo para entrevistar a Chaves, con Pepe Nevado, portavoz del Gobierno andaluz, por testigo. Me perdí la boda de Pedro Andrades porque lo casó Chamizo el mismo día y a la misma hora que se casaba Eduardo del Campo, el periodista viajero al que conocí benjamín de un racimo de poetas entre los que estaban los primogénitos de los Panero y los Goytisolo.

Da suerte perderse bodas porque las cinco bodas mencionadas retan las estadísticas divorcistas, y ahí siguen los cinco matrimonios incólumes, el de mi tía Paqui con mi tío Ángel encarnado en un ángel del cielo que bendice las berenjenas de Almagro y las galeradas de las viejas glorias del oficio. En el juicio por el que me perdí la boda de mi mejor amigo me defendieron Tomás Iglesias y Antonio Mates. De éste quienes lean su nombre lo asociarán con la defensa de Juan Guerra, la punta del iceberg que acabó con el Titanic de la pureza democrática. Yo lo asocio, sin embargo, con la única afición que este abogado me explicitó en aquella sesión: era un incondicional de Clásicos Populares, el programa con el que Fernando Argenta, el hijo de Ataúlfo Argenta, revolucionó la música clásica. Incluido el vals de Mendelssohn que no pude escuchar en las cuatro bodas que me perdí. Y que los novios empataron, verbo que viene de la empatía y en Latinoamérica conjugan los enamorados.

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