EN la Sevilla que llora a Gómez Porrúa no se puede entronizar a Marchena. Hay límites que no se han de sobrepasar. El Ateneo ha salvado por una carambola la honra de la sociedad civil sevillana. El favor se lo debe a la juez Alaya. Ser rey mago en la gran cabalgata de Sevilla es un objeto de deseo. Pero, por mucho dinero que prometan bajo cuerda para sufragar la cabalgata, y por muchos favores que se pacten a hurtadillas, la concesión de ese honor ha de recaer únicamente en personas de indiscutible prestigio que suscitan afectos por sí mismos y por lo que representan. Manuel Marchena no da ese perfil, ni por sí mismo ni por lo que representa, como sabe toda persona informada sobre su currículum político y todo el trabajo sucio que ha hecho en la Sevilla contemporánea a cambio de preservar impoluta la imagen de Monteseirín.

El vicepresidente de las empresas municipales, consejero delegado de Emasesa y mano derecha del alcalde, merece respeto como persona, aunque él maniobre por cortarle la cabeza a los profesionales del periodismo que informan con ecuanimidad y con datos. En el caso Mercasevilla, donde está imputado, Marchena merece toda la presunción de inocencia que imaginarse pueda. Pero en la Cabalgata lo que tiene primar es la inocencia de los niños y mayores, la inocencia de Sevilla, libre al menos por unas horas, cada 5 de enero, de las ataduras que la asfixian el resto del año. El buen nombre del Ateneo vale más que el dinero y el poder que se oculta en la utilización personalista de este rito. Su junta directiva ha acertado con la rectificación. Tragarse ese sapo le hubiera acarreado un descrédito humillante e insalvable.

Por desgracia, han sido muchos los personajes que encarnaron a Melchor, Gaspar o Baltasar y sólo se merecían carbón. Recuerden a José Salas Burzón, el muñidor de Contsa. La regeneración moral que necesita la ciudad también pasa por dar ejemplo en estos pequeños grandes detalles. Para que sean señales de que no todo vale.