FERIA Toros en Sevilla en directo | Cayetano, Emilio de Justo y Ginés Marín en la Maestranza

César romero

Escritor

Aún no

Lo miro con gesto zumbón y le digo que los ladrillos, por arquitecto, son lo suyo, no lo mío

Lo más duradero de la vida es la infancia. Su tiempo acaba pronto, o al menos así nos parece conforme envejecemos, pero el resto de nuestros días la llevamos dentro, o en la mochila, y vamos viviendo con ella. Quien ha tenido una infancia feliz sabe que guarda un filón inagotable, un cobijo para cuando vienen mal dadas. Quien vivió a la intemperie esta edad conoció demasiado temprano la negra espalda de la existencia, alberga un frío interior difícilmente reparable.

El tiempo, además, juega a favor del pasado, lo que casi es decir que juega a su favor. No puede borrar lo acaecido, pero sí lo va rehaciendo, y cuanto más antiguos son los hechos más veces los retoca. El tiempo es un curioso colador, un cedazo que va dejando en su malla parte del dolor por los actos hirientes y el grumo de los recuerdos sórdidos y los momentos menos gratos, hasta formar, tallándola, una historia cada día más llevadera, por agostada. Quien tuvo una niñez feliz olvida las largas jornadas de aburrimiento, que las hay, y no pocas, y quizá sean la causa principal de la lentitud de sus horas, como olvida los temores ante lo desconocido, el miedo físico a las asechanzas de las que prevenían padres, maestros, las personas mayores alrededor, casi todas entonces.

Mi hermano mediano, por cercanía, pues sólo me lleva tres años, y por compartir durante ocho cursos el mismo colegio, a diferencia del mayor, internado en tierras malagueñas durante los cinco años en que empezaron a tomar cuerpo e hilvanarse mis primeros recuerdos propios, no los esporádicos previos, meros fogonazos, ni los contados por quienes asistieron a mi infancia temprana, fue, pese a ser también él aún niño, una de esas personas protectoras que abrigaron lo suficiente mi niñez como para que fuera una grata, leve edad.

Ahora, cuando cada mes intento aligerarle la pesadez de la sesión de inmunoterapia con la que su oncóloga del Virgen del Rocío trata de refutar el pronóstico de un urólogo que vaticinó su hora final para este pasado diciembre, bromea con el deseo de que escriba "uno de esos artículos tuyos sobre mí, cuando me muera" (no los llama "artículos" sino "ladrillos", quizá atinadamente, pero no será uno quien tire… ladrillos sobre su propio tejado). Lo miro con gesto zumbón y le digo que los ladrillos, por arquitecto, son lo suyo, no lo mío. Le devuelvo la broma, siempre lo aventajé en ironía, ese alivio para cuando la vida se torna graveza, que diría el gran Jorge Manrique, y pienso, callado, que no, aún no satisfaré sus afanes. Y no sólo porque él deba seguir guardando la ya casi acabada infancia de su hija, castigada por intemperies demasiado madrugadoras, sino porque no quiero que la mía deje de contar con uno de sus mejores, y ya escasos, guardianes, que también ella se vaya acabando. No, aún no.

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