VIOLENCIA de género, violencia machista, violencia en el entorno del hogar, violencia doméstica, violencia ocurrida en el entorno de la familia, terrorismo machista, terror machista, violencia machista, violencia sexual… ¿Cómo se llama este fenómeno que asesina a tantas mujeres cada año? ¿Cómo hemos de denominar a esa epidemia que insulta a la inteligencia y nos hace dudar de que tantos siglos de civilización nos hayan hecho avanzar?

Esta semana, la polémica se ha encendido a colación del término a usar cuando una mujer muere a manos de un hombre. ¿Cómo se llama? ¿Cómo hemos de llamar a tan execrable suceso?

Este año que ya hemos despedido se llama de la siguiente manera: Ana María, Carmen, Jennifer, María Jesús, Ramona, Montse, Yanela, Viorela, Cándida, Marisol, Gloria, Rosa María, Rosa, Inés, Miren, Teresa, Rosario, Julia, Mónica, Fructuosa, Giovanna, Deisy, Caridad, Lucía, Clementina, Esther, Mara, Nuria, Tatiana, Eunice, Avellaneda, Fátima, Matilde, Ascensión, Inmaculada… Y faltan veinticinco nombres más, correspondientes a otras veinticinco mujeres muertas, cuyas identidades permanecen tras la discreción de las iniciales con las que las informaciones hablaron de ellas.

Se llama asesinato. Y detrás, entre otros fundamentos, late una enfermedad social: la de considerar a la mujer una propiedad. Mientras discutimos sobre nomenclaturas, la macabra cifra sigue aumentando. Atajemos la enfermedad, no sus síntomas. Hasta que no lo hagamos, los puntos suspensivos que penden sobre el título de esta columna estarán señalando el desgraciado camino hacia la siguiente víctima. En 2011, sesenta mujeres asesinadas, en algunos casos aun presuntamente, ese adverbio de prudencia con el que los periodistas a veces nos liamos. No han muerto presuntamente. Están muertas verdaderamente, disculpe usted la cacofonía. Y ni la estadística ni la semántica pueden desviarnos de la tarea primordial, que es evitar, como sea, que esto continúe. ¿Esto? Se llaman asesinatos. O como usted desee. Lo último que necesitamos es ponernos a discutir el nombre con el que aludimos a esas muertes. Es triste que haya que echar mano de Kafka, a estas alturas, para contar que, en un año, sesenta mujeres han muerto. Asesinadas.

PD: Es más, a la hora del cierre de esta edición, envío la columna con el temor de que cambie, no ya los puntos suspensivos, sino hasta la cifra de sesenta. Dios no lo quiera. El alcohol, ese factor tan decisivo en esa epidemia, hace estragos. El 2012 debe ser el año de entendernos, de dejar de discutir acerca de nombres y de mirar hacia donde señalan los dedos, no hacia el dedo que señala. El año en el que la sociedad deje de suicidarse matando a sus mujeres.

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