Ahora, que en los balcones hay más gente que banderas, que un mal bicho recorre Europa: ahora es cuando hay que evitar titular esta columna como La España de los balcones, o peor, Sevilla desde mi balcón. Titularla El amor en los tiempos del coronavirus debiera tener pena de cárcel. Quienes escribimos o hablamos desde los medios en estos días tenemos la tarea de pensar despacio y acompañar con las palabras, pero sin caer en la frase hecha y manteniendo el equilibrio en cada línea para no caer ni en la frivolidad ni en el desasosiego. Complicado. A lo que no me puedo resistir es a hacer crónica, costumbrista incluso, de los usos nuevos o revitalizados de balcones y azoteas de Sevilla, de esas fracciones de cielo y fresco que logramos habilitar en nuestras casas. Los balcones son vida en el umbral, un territorio anfibio entre lo público y lo privado, la calle en la casa y la casa en la calle. Por ellos entra la ciudad y hallamos una pequeña salida en estos días. Son la certeza de que, pocos metros más allá de mi confinamiento solitario, estoy confinada en una comunidad provista de idiosincrasia e incluso de cierto estado de ánimo colectivo.

El primer día de encierro, balcones y patios de vecinos retomaron una vitalidad propia de las pelis del neorrealismo. El ritmo frenético esquivaba la calamidad. Algunos vecinos conquistaban un espacio antes reservado para la bici, el cigarrito, la bandera. Hubo quien hizo sonar a toda pastilla marchas castrenses, como si se tratara de acabar con el virus a cañonazos. Las vecinas prolongábamos la charla de balcón a balcón más de lo habitual. Con el paso de los días y la mayor toma de conciencia, lo brioso amaina. Al subir a la azotea, es imposible no recordar el cortometraje Sevilla en tres niveles, de Juan Sebastián Bollaín, en el que estos espacios están ocupados por la utopía y los outsiders. El móvil se me ha infectado de vídeos de gente haciendo este nuevo balconing que no consiste en pegar un pechazo desde la baranda a la piscina, sino de hacer cosas -frikis o graciosas o cursis o cansinas o loables, como los aplausos incontenidos- en los balcones. El mejor que he visto en estos días es italiano -italianísimo-: una señora en babuchas y chándal trata de amenizar al vecindario confinado tocando malamente El himno de la alegría en su flauta. Entonces, un familiar -hartito ya- le revolea el instrumento dándole un golpetazo al mismo con una garrafa vacía. Pasan las horas y la espectacularización balconera cede ante los gestos pequeños y verdaderos, la lectura al sol, los sonidos de la radio, los juegos de la chiquitina de enfrente, cualquier cosa, vital y de ojo patio, que no sea hecha sólo para ser grabable y reproducible. Lo rea l-decía Celaya-: el milagro.

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