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Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

Barcelona, treinta años después

Los Juegos de 1992 fueron el estertor de la Barcelona abierta y cosmopolita que nos conectaba con Europa

Sin tirar la casa por la ventana, los catalanes han conmemorado los treinta años de los Juegos Olímpicos que pusieron a Barcelona como es hoy con algo más de entusiasmo que por aquí hemos evocado las tres décadas de la Exposición Universal que transformó Sevilla y que la puso al día en infraestructuras tras años de abandono.

El 92 fue para la capital de Cataluña el estertor de esa ciudad abierta y cosmopolita que durante los cuarenta años de dictadura fue una especie de isla que nos conectaba con Europa y con el mundo dentro de la España gris y casposa del franquismo. Cuando las luces del estadio de Montjuic se apagaron tras la ceremonia de clausura, hace ahora tres décadas, Barcelona aceleró el camino que ya había empezado a hacia la decadencia cateta que le impuso el pujolismo. Desde entonces las cosas han ido a peor. Convertida en una especie de parque temático para turistas de cruceros que buscan hacerse selfis con las torres de la Sagrada Familia como fondo, su evolución ilustra mejor que ninguna otra cosa en España la deriva de un nacionalismo irracional y corto de miras. Y como símbolo de esa nueva Barcelona están las dos instituciones que ejercen desde allí su poder: la Generalitat y el Ayuntamiento. Pere Aragonès y Ada Colau, presidente del Ejecutivo catalán y alcaldesa de la ciudad, son los representantes más genuinos de esta forma de entender Cataluña y su capital. Ellos, entre otros, han hecho olvidar esa ciudad dinámica y avanzada del tardofranquismo y de los primeros años de la nueva democracia. Cuando el nacionalismo se hizo fuerte en las instituciones catalanas inició una política de repliegue, de abandono de las señas de la modernidad para promocionar las que más las separasen del resto de España.

Los mecanismos que se emplearon fueron la escuela y los medios de comunicación; sobre todo, la televisión autonómica. Cuando llegó al poder en 1980, Jordi Pujol se propuso tener en una generación una mayoría social que afrontara un proyecto independentista. Los resultados del proceso están a la vista y en 2017 esa política hizo crisis con el intento de golpe secesionista que a punto estuvo de quebrar la cohesión nacional. Para conseguir ese objetivo era preciso catalanizar a la sociedad y algo así era incompatible con aquella Barcelona que se abría a las vanguardias culturales y sociales de todo el mundo. El proceso de destrucción de ese mundo cosmopolita y exquisito fue metódico y consciente, y cuando llegaron las Olimpiadas estaba ya en fase avanzada. Pero fue la última vez que Barcelona se acercó a la modernidad. A partir de ahí su decadencia se acentuó y hoy no es ni una sombra de lo que un día significó en España.

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