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Besos

Resulta muy gratificante que las demostraciones afectivas no vengan marcadas de serie

Los más jóvenes igual no pasaron el trago de Love Story. Tal vez si la volviera a ver ahora no me pondría tan bruta como entonces, con ganas de incendiar repetidores de tv con sólo oír la famosa frase que les sirvió de lema promocional: "Amar significa no tener que decir nunca lo siento". En plena euforia adolescente antimerengue, mis peores instintos salían en bandada con la sola vista de su pasteloso cartel. Advierto: siguen pareciéndome estomagantes y cursis, la película, el argumento, la puñetera admonición y hasta las camisetas que lucían los protagonistas, pero ya no reacciono con virulencia. Ventajas de la edad y de vivir tiempos líquidos, con permiso del, a veces también estomagante (aunque en otro sentido), sociólogo polaco Zygmunt Bauman, y que me perdonen la burrada Carlos Berzosa y el ex ministro Castells. Según este pensador vivimos un relativismo moral que todo lo mezcla, cosa de la que no parece partidario, y que efectivamente pudiera resultar lesivo para la defensa de derechos y libertades pero que, al mismo tiempo, resulta estimulante respecto a aquellos valores que nos encorsetaron, a lo femenino y masculino me refiero. Lo más hermoso del tiempo que vivimos es precisamente la fractura de roles y muy especialmente su explicitación emocional (acabo de marcarme un Bauman sin sonrojo, ustedes me disculpen otra vez). Esta sacudida a los viejos trajes que mandan al trastero de las reliquias el "los chicos no lloran" me parece ciertamente interesante, incluidos los posibles desvaríos que toda fractura lleva. Tanto como para que me prepare, psicológicamente, para asumir el niñes y el todes, daños colaterales de carácter menor que en otro momento de mi vida me hubieran provocado la misma airada reacción que el puñetero Love Story y su idea del amor incombustible. Carles Francino, por ejemplo, lleva un par de temporadas despidiéndose de compañeros o incluso entrevistados con un beso. Y no es el único. Impensable hace años hasta para el más tierno de los periodistas. Los besos figurados, retóricos o sea, me resultan tan agradables como, pura paradoja, la contención de no darlos físicamente que nos ha traído la pandemia. Será por ese ahorro preventivo del ósculo saludador que los otros, los dichos sólo de palabra y en boca de hombres, me han llamado tanto la atención. No soy muy partidaria de las exégesis sentimentales -eso lo dejo para el Fari y su teoría del hombre blandengue- y aún menos de las apologías: que cada cual se las avíe como pueda y que ojalá les vaya bien, porque las personas felices mejoran notablemente los paisajes. Pero resulta muy gratificante que las demostraciones afectivas no vengan marcadas de serie. Al final ni los besos ni las palabras -marchando una obviedad- demuestran el amor.

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