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UNO de los datos más escalofriantes del secuestro de Ingrid Betancourt quizá sea la valentía personal que le impulsó a desoír las reiteradas advertencias del Gobierno colombiano de que podría caer en las redes de las FARC si continuaba su trayecto. El 23 de febrero de 2002, la candidata a la Presidencia colombiana estaba decidida a apoyar con su presencia al alcalde de San Vicente del Caguán, después de que en el municipio de la Zona de Distensión volviesen a instaurarse las fuerzas públicas tras el desalojo de los grupos guerrilleros. En el trayecto en coche hacia San Vicente, a Ingrid la detuvieron dos retenes del Ejército, uno regular y otro al mando de un general colombiano, para prevenirla de la presencia de la guerrilla kilómetros más adelante. A pesar del aviso, Ingrid decidió seguir su camino, por lo que los militares le pidieron que firmase un papel en el que constara que ella se hacía responsable de lo que le ocurriera. También a sus acompañantes. A los pocos kilómetros, las FARC secuestraban a Ingrid Betancourt y a su jefa de gabinete, Clara Rojas.

Cinco años después hemos podido volver a ver en un vídeo a la bautizada como la Juana de Arco colombiana. Betancourt se convirtió en una de las esperanzas para Colombia por condenar a viva voz la corrupción y la violencia en un país que se encuentra al borde del colapso. Una olla a presión donde se revuelven la guerrilla marxista, los paramilitares, los cárteles de la droga y los políticos impotentes o corruptos.

Hoy vemos en Ingrid Betancourt, la mujer que luchó por cambiar el futuro de su patria, la combatiente que contagiaba con sus enérgicos discursos incluso desde su cautiverio, los efectos de uno de los crímenes más claros de lesa humanidad: el secuestro interminable de su esperanza y su libertad, que la ha dejado abatida, demacrada, abandonada y, lo peor, en silencio. Cinco años de secuestro en la selva son cinco años de vacío. Son cinco años encerrada en una hermética escafandra, donde no se vislumbra ninguna puerta hacia la vida. Ingrid permanece sentada en una sala de espera en la que hay una sola puerta por abrir, la de la libertad que le conduce a la reunión con su familia.

Es común en las víctimas de un secuestro huir de la notoriedad pública tras su liberación. Optan, la mayoría, por disfrutar de los valores básicos de la vida, en lucha por lograr un restablecimiento psicológico completo. El ser les ha sido rebajado a un simple objeto de canje y de esa reducción del valor de la vida no debe de ser fácil recuperarse.

El secuestro de Ingrid, popularizado por la constancia de su familia, ha conseguido que para muchos sea un símbolo y nos enorgullecería verle ganar la batalla contra sus secuestradores el día que, tras su liberación, siga proclamando el derecho a la libertad.

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