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cuchillo sin filo

Francisco Correal

Bienvenido al club

EL día que cumplió un año, me presenté en su casa. Su madre, al final de la jornada del día de la Mujer Trabajadora, le estaba dando un buen escamondado en la bañera. Yo, su tío Paco, le recité un poema a ese niño que ayer cumplió 18 años. Estrena mayoría de edad el día que se abre la campaña electoral de los primeros comicios en los que podrá votar. Mi sobrino Pablo pertenece a una generación que conquista el voto mucho antes que el empleo. Su abuelo Eulogio, mi suegro, empezó a trabajar a los catorce años en un país en guerra que no estaba para elecciones. Yo mismo era el otoño de 1977 un cronista parlamentario de veinte años en la Carrera de San Jerónimo y todavía no tenía edad para ejercer el voto. Me cruzaba con Suárez y Felipe en los pasillos del Congreso, pero no podía votarles.

La primera vez que oí el llanto de Pablo fue aquel verano de 1994. Lo despertaron nuestros gritos de júbilo efímero, los míos y los de Víctor, su padre, cuando Caminero batió al portero italiano Gianluca Pagliuca en el Mundial de Estados Unidos. Veraneábamos en Matalascañas, aguas bautismales del Atlántico para un niño con ascendientes en aguas mediterráneas de Gandía y de Rosas. Ahora somos campeones del mundo pero la cosa está para llorar. Caminero dejó el fútbol y los camineros dejaron las carreteras y autopistas. Desde aquel invierno crepuscular de 1994, que en la primavera devolvió al Betis a Primera con la alianza del Cid Campeador, Sevilla cambió cuatro veces de alcalde y la Moncloa cuatro veces de presidente: Felipe, Aznar, Zapatero, Rajoy. Mi sobrino Pablo debuta con picadores en unas elecciones a las que concurren dos ex ministros de Trabajo en la región con más parados de Europa. Uno, Arenas, que perdió tres elecciones. Otro, Griñán, que gobierna sin haber ganado ninguna. Perder es cuestión de método, como el título de la novela del colombiano Santiago Gamboa.

Al político la realidad lo ha dejado sin atributos, como ese hombre de la novela de Robert Musil que tanto le gusta al padre de mi sobrino. Me gustaría recuperar los versos que le dediqué a Pablo Caballero en aquel cumpleaños de caricias maternas. Un poema del 95. La primavera en la que se casó en la Catedral de Sevilla la infanta Elena con Jaime de Marichalar. Un día que los reyes Juan Carlos y Sofía pasaron a engrosar el club de los suegros donde brillaban con luz propia Eulogio y Pilar, los abuelos de aquel niño al que soliviantó un gol de Caminero en una tórrida tarde de verano sin tormenta de García Hortelano. Mi hija Carmen nació mes y medio después que su primo. Ella se queda sin votar por un mes y dos días. Como aquel cronista que saludaba señorías y era célibe en las urnas.

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