RECUERDO que en algún momento del año 2019, en el que ahora estamos, tenía lugar la acción de la película Blade Runner. Cuando la vi por primera vez, hacia 1983, pensaba que ese futuro lejano no llegaría nunca. O que lo alcanzaría con tanta lentitud que el tránsito se me haría casi eterno. Toda una equivocación. Pocas obras de ciencia-ficción han acertado tanto en su estética, en sus fantasías, en sus adivinanzas. Sí, vivimos en un mundo superpoblado, de casi 8.000 millones de habitantes, donde ya no existen territorios sin domesticar; las ciudades son lugares inhóspitos, oscuros, cuarteados en guetos, con servicios públicos colapsados en muchos casos; las habita una amalgama inconexa de razas y pueblos que mantienen sus lenguas y costumbres bajo un fino y precario tamiz de cohesión social: la mayoría conocemos una jerga común, con palabras de aquí de allí, en la que nos hacemos entender; no se ven niños por las calles, ni siquiera jugando, porque apenas existen salvo en los complejos espaciales fuertemente defendidos donde viven los privilegiados; diez o doce conglomerados económicos, la mayoría de origen chino e indio, dominan las finanzas mundiales.

Europa hace tiempo que dejó de importar en el tablero global de las decisiones: ya no producimos nada y hemos quedado como una especie de museo fosilizado adonde acuden en sus días de vacaciones las masas laboriosas del Lejano Oriente; nosotros, aquí, con una naturaleza degradada en extremo, pasamos meses, años, sin poder acercarnos a ver un bosque florecer en primavera o un arroyo limpio discurrir entre rocas cubiertas de musgo; la biotecnología, como presagiaba la novela de Philip K. Dick en la que se basa el filme, ha escapado del control que creíamos tener sobre ella: nuestros clones comienzan a desobedecer los programas.

Y hace alrededor de diez años comenzó el periodo que los historiadores han bautizado como El Fin de la Prosperidad Creciente. Hasta ese momento nos rodeaba un mundo de seguridades y certezas que pronto se resquebrajaría. Entonces empezaron a producirse, con reciente intensidad, las malas noticias. Una tras otra. Después de un largo tiempo de bonanza que Europa había iniciado en los años cincuenta y España en los noventa, en el que la marea de las prestaciones y los derechos sociales no había hecho sino subir, llegó la época del reflujo. Durante los primeros años, algunos, los más miopes, lo achacaron todo al mayor o menor acierto de quienes entonces gobernaban, como si el declive del Imperio Romano hubiera sido responsabilidad exclusiva de este o aquel emperador, y no se debiera, sobre todo, a otras causas más profundas. Las cosas no mejoraron demasiado cuando cambiaron los gobiernos.

Al principio se pensó que aquella situación de zozobra sería un puro tránsito, que con decisiones coyunturales más o menos acertadas se retornaría a la bonanza anterior, que reduciendo el déficit, o determinadas partidas de gasto, o aumentando éste o aquél tributo, sería factible reconducir la situación. Pero no iba a ser así. Las disposiciones tomadas a mediados de aquel 2010, inevitables en su mayoría, no constituyeron sino la avanzadilla de lo que vendría después en todo el continente. Nos era difícil entender que una demografía egoísta, nuestra escasa competitividad con naciones emergentes, el endeudamiento continuo y nuestro generoso sistema de protección, pensado para otras circunstancias muy distintas y para un mundo no globalizado, todo ello, hacía muy difícil el mantenimiento de esa Prosperidad Creciente: la joya a la que nos aferrábamos nos llevaba al fondo de la sima.

Las medidas más duras fueron tomadas, años después, precisamente por quienes más criticaron aquéllas: las prestaciones adquirieron, como tantas otras cosas y servicios, como los alimentos, la ropa, la cultura o los viajes, el carácter de low cost, y además empezaron a ser discriminadas en función de la renta y patrimonio de cada uno: nada iba a ser gratis, nada universal. Se implantó el copago sanitario, tantas veces debatido; la edad de jubilación comenzó a aumentar imparablemente, e incluso hoy existen defensores de una fecha limite en la percepción de las mismas; ya entonces la estabilidad en el empleo y la planificación a medio plazo de cualquier decisión de economía doméstica se convirtió en una quimera.

Quienes preveían rebeliones y protestas se equivocaron. Nos han enganchado a los gadgets electrónicos, carecemos de iniciativas, y nuestra memoria es frágil como una lámina de cristal. Nos hemos convertido casi en robots. Y los robots quieren ser como eran los humanos.

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