CUÁNTO disfruté viendo al muy televisivo Juanra Bonet sobre un escenario, representando la adaptación del texto original de Ricky Gervais Animales. En la pequeña pantalla se intuye que es un superdotado a la hora de empatizar con el público. En el cuerpo a cuerpo, Bonet gana enteros con respecto al personaje que le toca representar en los platós. Es asombroso su dominio escénico. En sólo unos cuantos minutos, antes de iniciar el espectáculo propiamente dicho, en unas instrucciones para usuarios que ofrece gratis, fuera del precio de la entrada, ya es capaz de meterse al público en el bolsillo. Los instantes previos a la representación propiamente dicha dan una idea de lo que se avecina: un torrente de humor inteligente y mordaz, una enorme capacidad para reírse de lo políticamente correcto, y lo más importante, todo ello envuelto en bandeja de plata, con el saber estar de los grandes.

Porque poco tiene que ver lo que el actor muestra en Animales con un monólogo al uso, a pesar de que la escenografía se reduzca a un atril y una pantalla de proyección. Juanra Bonet se crece en lo sutil, en los pequeños detalles. Y es en las apostillas al guion propiamente dicho, en los comentarios, sonoros o sordos, en las muecas que anteceden o concluyen cualquiera de los gags verbales, donde el espectáculo va tomando cuerpo y adquiriendo grandeza.

Todo es cuestión de intención. Y no hay ni un solo gesto, ni un solo apunte articulado por el actor que no la tenga. Así, poco a poco, como quien no quiere la cosa, Juanra Bonet se consagra como arquitecto de su propio humor, doce años después de su debut en Me lo dijo Pérez, con La Cubana. Rey de la comedia por la vía de la mirada inteligente. Casi nada.

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