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Confabulario

Manuel Gregorio González

El Bosco

CON la reciente exposición de El Prado, inaugurada el lunes, se vuelve a hablar de El Bosco, de su influjo, del mundo luminoso, enigmático, cifrado, de extraña nitidez, que se despliega en sus tablas. También se ha mencionado, pero menos, la dilatada fascinación de Felipe II por la obra del pintor flamenco, cuyas pinturas atesoró en El Escorial hasta la hora de su muerte. Todavía en el XVIII, Torres Villarroel pudo contemplar allí El Jardín de las Delicias que acompañó la espantosa agonía del monarca. Es sabido, por otra parte, que cuando el Habsburgo coleccionó sus pinturas, el orbe espiritual que se encierra en ellas había periclitado en favor de la claridad y la mesura del Renacimiento. Con lo cual, es lícito preguntarse qué buscó - y qué halló- el hijo del césar Carlos en tales pinturas; y si lo que buscó no era contradictorio con su devoción por Herrera y Arias Montano.

Aceptando que la pintura de El Bosco es enigmática, aun así cabe señalar que el enigma de El Bosco es un enigma que nace de la claridad y no de su contrario. Con esto quiero decir que en El Bosco, el aspecto físico de sus personajes no viene determinado por la belleza, sino por las virtudes y los vicios que, secretamente, los conforman. Esto significa que la pintura de El Bosco es una geografía moral y no un azaroso catálogo de necedades. Y es lícito pensar que fue esta exteriorización de las cualidades internas lo que sedujo al Habsburgo. Si con Herrera y Arias Montano acometió una severa ordenanción de la Naturaleza; si con su afición a la jardinería o su política de bosques (véase el estupendo Felipe II y las flores de González de Amezúa), el monarca no hizo sino cumplir con el dictado renacentista, con la pintura de El Bosco tal vez complementara algo que ya no le ofrecía su siglo: una reglamentación moral, una clarificación anímica, palpable, del comportamiento humano.

Poco tiempo después, Cervantes dirá que nadie sabe nada del corazón de los hombres. Y sin embargo, en El Bosco, esa fantasmagoría, esta ilusión, es todavía posible. Ahí, el avaro aparece afilado y yermo como un abrojo, y la pureza de Eva resplandece sobre un azul intacto. Probablemente, el monarca sabía que esa rigorización didáctica, medieval, donde el pecado aflora a nuestros ojos, ya no era posible en sus días. Aun así, se trataba de un resabio humanístico -de un orden-, aplicado a una realidad teológica, el medievo "enorme y delicado" de Verlaine, que ha muerto por aquellas fechas.

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