ESCRIBO el último día del año desde una Alemania cubierta por un blanco manto de nieve y con estampas que parecen sacadas de una postal navideña. En Friburgo, en la plaza de la catedral, los turistas se agolpan alrededor de los puestos de salchichas y de vino caliente. En muchas tiendas están colgados carteles de "Se necesitan dependientes". El desempleo, en esta parte del continente, es prácticamente igual a cero. Paseando en solitario, mientras oigo crujir el hielo bajo mis botas, decido entrar en una cervecería. Me despojo de la parca, del jersey. Hace casi calor. Elijo una cerveza de trigo de la zona y me dedico a observar un rato. ¿Qué es lo que más me llama la atención de todo lo que me rodea? ¿Qué es aquello que culturalmente más nos diferencia? ¿Qué hace a esta gente distinta? Después de reflexionar unos minutos (no tengo internet, dato fundamental) llego a la conclusión de que sobre todo, dos cosas: la comodidad interior de cualquier local y de la mayoría de las casas, lo que aquí llaman la gemütlichkeit, y la ausencia generalizada de ruido.
Suelo decirlo a los amigos: he viajado a geografías heladas, pero no paso más frío en ningún lugar que en la ciudad en la que vivo (donde dicen que no hace frío). Nuestro desprecio por la calefacción, o nuestra secular falta de medios, de rentas, de riqueza en suma, para adecuar el interior de las viviendas (¿de ahí la cultura de la calle, siquiera en parte?), nos hace reducir el espacio calefactado, acogedor, a esos dos metros cuadrados que se extienden bajo la mesa camilla al calor del brasero. Más allá Siberia en toda su acepción. Casas heladas por uno u otro motivo con la sola excepción de ese braserillo antes de cisco, ahora eléctrico, que tantas víctimas se cobra cada invierno. Le tengo particular aversión a ese artefacto cutre, reflejo de una época y un tiempo de escasez, de pobreza energética, de ancianos ateridos envueltos en saltos de cama baratos. Todos los años mueren en Andalucía varias personas por incendios provocados por ese artefacto odioso, desconocido en otras latitudes. Este año, sin ir más lejos, son varias las personas fallecidas o heridas por esos incendios que tienen un patrón similar: el sueño, el cansancio, el despiste hacen que se olvide su desconexión; la ropa camilla prende; el fuego se extiende; y personas mayores, con reducida movilidad mueren entre brasas. ¿Hay muerte más siniestra? No es fácil encontrar una. Se calcula que, de forma indirecta, cada año fallecen en España unas 6.000 personas por enfermedades causadas o agravadas por la pobreza energética. Empezaré a creer que de verdad somos la Europa a la que a veces imitamos chuscamente cuando deje de ver braseros en las tiendas, en los hogares, y cuando al entrar en un bar o una casa en invierno me pueda quedar en camisa. Del silencio, del desprecio al silencio, la semana que viene.
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