EN una casa sevillana se dan cita, como de costumbre, un grupo de amigos a la hora en que se pone el sol en la calle del mismo nombre. Ni muchos ni pocos, los que tienen que ser. Al entrar en el zaguán de la casa el incienso te abraza como un costalero. Anfitriones de lujo que para eso lo llevan en la sangre y en el oficio. Con los abrigos y los bolsos se aparcan también las preocupaciones y los malos humores. Buena mesa preparada para beber y comer sin remordimientos hipócritas. Nos vamos sentando. Unos en el sofá, otros alrededor de la mesa. Las bromas acostumbradas se acompañan de risas nuevas. En el salón se mezclan las conversaciones por grupos y de fondo una televisión nos lleva hasta la Campana. Se habla de la lluvia, de costaleros que quisieran volver a tener veinte años, de los que no están y de los que empiezan a vivir, se recuerdan pregones antiguos y se celebran los nuevos que escucharemos. Un joven se prueba un capirote bajo la atenta mirada de ruanes viejos. Gestos no aprendidos sino heredados, como decía Montesinos.

Cae la noche y se piden refuerzos a esa farmacia de guardia cofrade que es el bar Trini. Sólo quedamos los jartibles, a los que no se nos echa ni con agua caliente. Pido que me llenen la pantalla de verde esperanza. No tengo que rogar nada porque a todos nos tira el Arco. El Sentencia enfila la calle Parras partiendo en dos el tiempo con las manos más hermosamente atadas. La anfitriona susurra que le gustaría ser Claudia Prócula, y eso abre un rosario de deseos. "Yo, el Pájaro, pues yo un romano, yo el que lee la sentencia...". Sólo un macareno ha guardado un silencio sereno que se rompe a la interrogación de nuestras miradas diciendo: Pues yo no, yo quiero ser la última tanda de la candelería del palio para no dejar de mirarle la cara. Se echa de nuevo el silencio. Ya no hay que decir nada más porque todo está dicho.

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