Por montera

Mariló Montero

Camino al matadero

CUANDO esta semana contaba Adolfo Suárez Illana, en un Mano a Mano taurino con Juan José Padilla, que la Fiesta Nacional se origina por la cadena alimenticia, sus palabras me recordaron mis orígenes en el mundo del toro. Decía Suárez Illana que desde tiempos inmemoriales al toro se le apresaba en el campo como alimento para las familias. Ese acto fue atrayendo tanto las miradas que hubo que acotar el terreno por la seguridad de la multitud de la gente que acudía a lo que luego se convirtió en el maravilloso espectáculo que enfrenta a dos seres vivos con casta, arte e inteligencia. Digamos que la lidia, a la que conocemos como la Fiesta Nacional, se ubica en el medio de esa cadena que lleva a un animal que pace en la dehesa hasta nuestras cocinas. El toro nace libre, vive en el campo, se alimenta, crece, es capturado, sacrificado y troceado para su venta en el mercado y para luego alimentar con su carne a un montón de personas. Dos momentos de todo ese proceso son loados: el del toro corriendo entre encinas y cuando calza sus pezuñas de albero. Pero hay una tercera fase de su muerte que es más prosaica, la que comienza cuando los cascabeles de los caballos dejan de ser la música ambiente de los areneros que borran la huella de su lomo, tras la gran puerta de hierro que en cada plaza se abre para cerrar el Cossio: el camino al matadero.

Recuerdo el tornasol esmeralda que se proyectaba en el ojo abierto del toro inerte. Era como si en él se reflejara el tinte de su futura dehesa. Recuerdo las conversaciones que de pequeña creía sostener con el hermoso animal gracias a los movimientos blandos de su cuello mientras lo arrastraban. Me impresionaba su inmenso cuerpo, siempre tan respetuoso, tan magno, tan dormido de vigor. Oigo aún el vocerío de los matarifes llamando a una para encadenar sus patas, para engancharlo en el cabrestante, para elevar la grúa, para empujar al animal hasta el remolque donde yacería por penúltima vez. Cuatro kilómetros nos separaban de la plaza de toros hasta el matadero y estaban llenos de conversaciones sobre la lidia entre el conductor, el administrador y el matarife. Tertulias dignas del Cossío sobre una lidia que yo podía valorar desde la pequeña ventana de una gran puerta de hierro desde donde asistía a una fiesta a la que todas las tardes acudía la gente. Pero su otra lidia, la fase de la cadena alimenticia, comenzaba muy lejos de las mantillas y los puros.

Me recuerdo de pie ante el camión que partía del matadero a la plaza. Inquieta, buscaba los ojos de mi padre, cuyo lenguaje era muy preciso: si me guiñaba, podría acompañarle a la plaza, me auparía en sus brazos ante la pequeña ventana de la gran puerta de hierro y allí se me abría un maravilloso espectáculo de luces y sangre que finalizaba en mi mesa, su último lecho.

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