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Alejandro V. García

Cartografía de la corrupción

POR primera vez en mi vida me he sentido conmocionado frente a un mapa de España, no por orgullo patriótico, qué va, sino por todo lo contrario, por desazón. La cartografía que tenía ante mi vista era la de la corrupción. El mapa aparecía picado por una especie de ácido que mordía grandes zonas geográficas. La corrupción ya no es lo que los epidemiólogos sociales denominaban "casos aislados", sino una plaga corporativa que está carcomiendo la carne de todos los partidos. Es verdad, como se apresuran a aclarar los politólogos, que no todos los políticos son corruptos -hasta ahí podíamos llegar-, que hay una mayoría de personas comprometidas con la gestión pública, pero esta circunstancia no desmiente el hecho cierto de que el azote está dañando (o ha dañado) la actividad política en su conjunto y está mermando la confianza de los ciudadanos en la democracia.

La desconfianza hacia el sistema democrático es la peor consecuencia, pues es un caldo de cultivo extraordinariamente nutricio para la aparición de toda clase de mesías que, bajo el disfraz de la regeneración, esconden intenciones despóticas. El problema no es la democracia sino la partidocracia, la concentración exclusiva de la actividad política y, por tanto, del poder en células cerradas que se guían por intereses brumosos, ajenas incluso a los viejos sistemas de creencias, las ideologías. En un estupendo artículo publicado el mes pasado en El País, titulado La traición de la socialdemocracia, el filósofo Paolo Flores D'Arcais reflexionaba así: "La partidocracia, dado que estimula la práctica y creciente frustración del ciudadano soberano [...] constituye un alambique para ulteriores degeneraciones de la democracia parlamentaria, es decir, para una más radical sustracción de poder al ciudadano".

La perversión está en los partidos, que han pasado de ser el instrumento de participación política de los ciudadanos a un artefacto de promoción y poder individual, ya sea por medios nobles o indignos. De ahí las luchas endemoniadas que se desatan en los partidos para lograr cotas de poder. Y de ahí también el silencio a la búlgara que adoptan los sectores enfrentados cuando llevan la bronca demasiado lejos y comprenden que están perdiendo el favor ciudadano. A mí me da miedo que ante la crisis de la corrupción sean precisamente los partidos (y sólo los partidos) los que hablen de regeneración, de rehabilitación ética y demás curas, los que ofrezcan entre sí pactos cooperativos para salvarnos a los ciudadanos mientras contemplamos absortos el mapa de la corrupción.

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