Julián Aguilar García

Abogado

Cementerio sin árboles

Intenten ustedes percibir belleza en la Plaza de la Magdalena. Acéptenme el reto

Verano, además de una estación, es el nombre del cementerio más conocido de Roma (y de esa zona cercana a la basílica de San Lorenzo, santo sufridor del calor en carne propia). La denominación parece pintiparada para quien se pasee por Sevilla en estos tiempos veraniegos, con un calor de muerte.

Pero la culpa de estos pensamientos, un tanto cáusticamente fúnebres, no la tienen Julio César y Augusto, por mucho que en los meses a que ellos dieron nombre las temperaturas sean especialmente tórridas. La culpa la tiene la madre que regaló al mundo al fulano, o a la caterva de fulanos, que ha convertido a Sevilla, año tras año, alcalde tras alcalde, en un erial de losas claras, plazas anodinas, calles intercambiables, suelos duros y ausencia de sombras.

Échele usted valor. Paséese en estas jornadas estivales, en horas diurnas, desde la Plaza de la Magdalena hasta la Puerta de Jerez, pasando por la Plaza Nueva, si se atreve.

Lo malo, con serlo, no es el calor, inevitable, inocente y en todo caso inimputable. Lo lamentable, con serlo y mucho, no es la memoria de los edificios que hubo y ya no están por las calle y plazas de Sevilla, como con Zorzi recuerda Juan Lamillar en sus Notas sobre Venecia, trazando una vez más un paralelismo entre ambas ciudades, que vieron tiempos mejores y más cultos. Lo verdaderamente triste o, más bien, encocorante, por decirlo de forma muy suave (y heterodoxa para la Real Academia, me temo), es que parece haber, no ya permisividad, sino incluso propósito de (de)generar una ciudad anodina e incómoda. Anodina para los indígenas y para los foráneos, al perder parte de su personalidad y de sus peculiaridades arquitectónicas, urbanísticas, estéticas. Incómoda, por las restricciones ecoloparanoicas utópicamente colectivistas y la peatonalización ideológica, sin duda acertada o atractiva para el que viene de fuera, pero francamente fastidiosa para el que vive en la zona, que ve que a donde antes llegaba sobre ruedas ahora apenas puede acceder arrastrándose a pie bajo el sol. Y digo bajo el sol, porque no puedo afirmar, sin faltar a la verdad, que quepa ir bajo la sombra de árboles, tan poco queridos de nuestros mandamases y de los arquitectos del poder que parece que deban ser exterminados (los árboles, me refiero, no los arboricidas, a los que deseo cambio de convicción, no desaparición, líbreme Dios -o como deba decirse en neolengua políticamente correcta, transversal e inclusiva-).

Decía Vitrubio, hace ya unos dos mil años, total, apenas nada, en el capítulo tercero del primero de sus Diez libros de Arquitectura que las "construcciones deben lograr seguridad, utilidad y belleza". Daré por supuesta la seguridad, pero encuéntrenme ustedes utilidad a la forma en que se desarrolla el urbanismo sevillano últimamente, decidido por convicciones demagógicas más que por los intereses de los habitantes. Y, sobre todo, intenten ustedes percibir belleza en las nuevas plazas como la de la Magdalena. Acéptenme el reto.

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