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Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Churchill no fumaba Winston

DEBERÍAN hacer una reedición. El libro se titula Días sin fumar y con él su autor, Vicente Verdú, quedó finalista del premio Anagrama de Ensayo de 1989. El galardón fue para el filósofo Víctor Gómez Pin por su obra El saber del esclavo. Verdú narró en forma de divertido (y esquizofrénico, todo hay que decirlo) diario su lucha contra la adicción al tabaco. Creo recordar que el protagonista de esa introspección decide dejar el tabaco el día que unas toses pulmonares le delatan en plena coyunda carnal. Cuenta la extrañeza de convertir en hábito la ausencia del hábito, la dura prueba de la socialización del tabaco, especialmente en una boda donde los cigarrillos jugaban el papel casi fetichista que ahora pueden ocupar los móviles.

Siete años después, Vicente Verdú consiguió el premio Anagrama de Ensayo con su obra El planeta americano, un estudio pormenorizado de la vida en los Estados Unidos. Tal y como ha evolucionado nuestro país, el autor podría haber unido ambos trabajos y publicarlos como uno solo. Vamos a marchas forzadas a un modelo de vida norteamericana: la sacralización de las tecnologías, el puritanismo neoprogresista, la banalización de las esencias. Ningún país tan hostil a la primera potencia, ninguno tan permeable a la hora de asimilar a pies juntillas su decálogo para una vida posmoderna. También, faltaría más, en la lucha contra el tabaco.

Sería de hipócritas negar que hemos ganado en calidad de vida (y en cantidad de vida) con la desamortización de los cigarrillos. Recuerdo a una compañera muy comprometida con las causas ecologistas y fumadora vehemente: era una de las mayores especialistas en el estudio de las agresiones que la capa de ozono producía sobre las diferentes colonias de pájaros que anidaban en las grandes ciudades. Su misericordia ornitológica hacia los pajarillos contrastaba con el poco predicamento que los pajarracos, por usar el símil de la película de Pasolini, teníamos para disuadirla de sus vaharadas de nicotina y alquitrán.

Mi padre fue fumador casi toda su vida. Lo fue y mucho durante mi infancia. Se fumaba en los trenes, en los bares. Cuando llegué a estudiar a Madrid, el humo era parte del decorado de las clases, donde el alumnado femenino era mayoritario. El machismo rancio y el feminismo emergente formaron una insólita alianza con esta adicción. En la residencia donde me alojé, era un bicho raro por no fumador. Y sin embargo no registré en mi memoria olfativa la sensación de malestar, de molestia. Eso es más reciente: obedece a una mayor conciencia medioambiental y también a una pérdida de la inocencia. Nos hemos hecho americanos, porque Churchill no fumaba Winston.

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