césar romero

Escritor

Cine Alameda

El cine Alameda muere porque sus potenciales espectadores lo hemos dejado morir

Hacia el final de su estupendo Rialto 11, Belén Rubiano cuenta cómo mientras desmontaba su librería se acercaban algunos vecinos, que jamás pusieron un pie entre sus estantes ni por error habían comprado allí un libro, lamentándose de que cerrara otra librería, pues hay que ver lo chic que es la cultura y lo que la necesitan quienes piensan que los libros son muy caros y compran sólo uno al año, o son amantes del cine, la música o el teatro pero no pisan una sala desde que dejaron los pantalones cortos (bueno, esta expresión está algo pasada porque muchos de esos quejicosos habituales van en pantalones cortos hasta octubre y casi casi hasta su edad de jubilación. O más allá, me temo).

Cuando se anunció el cierre del cine Alameda también a uno lo invadió esa tristeza tan dada a manifestarse cuando algo relacionado con la cultura echa el cierre, si bien antes de pronunciar su largo lamento se preguntó: ¿desde cuándo no vas a ese cine?, ¿eres de los espectadores habituales que no perdonaban una semana sin ir? La verdad es que no, que uno iba de tarde en tarde y que cuando sacaba su entrada y veía el semblante aburrido del portero y las butacas vacías, si acaso cuatro o seis espectadores, pensaba que ese cine tenía sus días contados. ¿Iba por ello a la semana siguiente a ver otra película? No, ya no volvía hasta el mes siguiente, o el otro, o mucho más tarde. No entonará, por tanto, la queja cultural a la que propende cierta gente, ni tampoco a ese tópico tan falsamente democrático que reparte la culpa por igual, ese cursi e incierto "todos somos culpables", porque nunca todos lo somos y no todos por igual.

El cine Alameda muere porque sus potenciales espectadores lo hemos dejado morir, porque los gustos del público se van renovando, porque la mayoría quiere cines con tiendas y bares al lado, porque el ambiente de antigüedad queda bien para una tienda vintage aunque desagrada cuando la grietas de la edad son reales, etcétera. Nos deja, como todos los lugares que ya sólo existen en la memoria, recuerdos que tenderán a mitificarse. Allí fui cuando empecé con mi marido, dirá alguna, o allí vi por primera vez tal película, dirá otro. Cada uno contará su película, y perdonen la fácil metáfora, y no recordará las muchas veces que dejó de entrar, después de echarle un vistazo a la cartelera, contribuyendo a su paulatino deterioro y su cierre final. Y alguno contará que allí vio por primera vez Grease, con apenas nueve años, con sus primos y hermanos, después de que su tío hemipléjico estacionara su coche usando sólo una mano. Cuando en la Alameda se aparcaba y las direcciones de los automóviles eran duras y el tupé de Travolta (que uno pensaba que se lo había copiado a su hermano mayor) y el de éste aún poblaban sus cabezas, como los espectadores las entonces nuevas salas de este cine.

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