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Amediados de 2009, Niño Becerra, el economista visionario, auguraba la desaparición de la clase media. A su juicio, será sustituida por una clase que él llama de los insiders, gente muy productiva y que generará mucho valor en sus trabajos. En realidad, su pronóstico tampoco era tan complicado. La caída del muro de Berlín, y la consecuente ausencia de una antítesis próxima y temida que aconsejara moderar el afán de lucro, supuso el punto de partida de un ocaso irremediable. Ya en el mercado global -en el que no es tan necesario el consumo interno- y sin condicionantes políticos, el capital empezó a sentirse libre para extremar sus ideas: el factor trabajo podía ser sustituido con ventaja por la reverenciada productividad. Producir más y mejor, a costes ínfimos, es la cuadratura de un círculo que está dejando en la cuneta millones de víctimas. Hacerlo además con la coartada de una supercrisis que torticeramente salvaguarda su presunta buena fe, una verdadera bendición para estos dioses del dinero.

En el caso de España, la proletarización de nuestra sociedad es manifiesta. Las cifras dibujan un horizonte que agranda cada día la distancia entre ricos (pocos pero con patrimonios crecientes) y pobres (muchos, pronto casi todos como consecuencia de la falta de trabajo y del agotamiento del ahorro). La misma genialidad de los políticos (sean del signo que sean) de hacer recaer el peso de la crisis principalmente sobre la espalda del ciudadano medio, acelera el proceso, colabora en el disparate y nos coloca en una encrucijada explosiva.

Si uno lo piensa, sólo hay dos posibles pescadores en río tan revuelto: de una parte, los amos del mundo, que jamás se enriquecieron tanto arriesgando tan poco; de otra, los nostálgicos de un modelo otrora fracasado y ahora redivivo, que han encontrado en el desastre otra oportunidad para sus utopías. Ambos por ambición (económica o política) contemplan el escenario con lógica euforia. Para los primeros, enfrascados en sus matemáticas universales, somos carne de cañón. Para los segundos, que medran con nuestra indignación, un mar útil de cadáveres sobre el que construir la revolución pendiente.

Tiene mal fin este juego de truhanes. La clase media, el factor de estabilización política y económica por antonomasia, se disuelve sin remedio. Y tras ella deja un abismo de incertidumbres y de horrores probables que, a lo peor, acabará helándonos el alma.

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