¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Comer en Sevilla

Cuando lo profano y lo sagrado se mezclan de una forma tan descarada la vida adquiere un brillo especial

En estas páginas daba ayer noticia Juan Parejo de un libro que pasará sin duda a la biblioteca de urgencia de temas hispalenses: El universal convite. Arte y alimentación en la Sevilla del Renacimiento (Cátedra). En esta obra, el profesor de Historia del Arte Juan Clemente Rodríguez estudia pormenorizadamente los 68 relieves del arco de entrada de la sacristía de la Catedral, en los que se representan otros tantos manjares de muy variada condición, una especie de menú de degustación del siglo XVI cuya abundancia es propia de una mesa cardenalicia o arzobispal, que en Sevilla lo mismo da. A los sevillanos siempre les gustó comer, aunque los viajeros románticos se quejaban de que en la ciudad no había mesones de calidad y que la mejor gastronomía que se podía encontrar era la doméstica, la que se elaboraba en los fogones ocultos de las casas. Sin embargo, uno ve estos relieves catedralicios y queda impresionado: lenguados, róbalos, patos, pimientos (entonces una exótica exquisitez), gallinas de Guinea, cebollas, alcachofas, nueces… Cuando lo profano y lo sagrado se mezclan de una forma tan descarada la vida adquiere un brillo especial. Por eso gustan tanto las romerías. No se puede comer una langosta thermidor sin dar gracias a Dios, es pecado de ingratitud.

El arco de la sacristía de la Catedral desmiente una vez más esa leyenda de que Sevilla, y el sur, es una geografía del malcomer. De la abundosidad y calidad de nuestras mesas ya hablaron la poesía de Baltasar del Alcázar y los bodegones tan del gusto de la pintura naturalista. Sin embargo, sí es cierto que el sevillano no se lleva bien con ese invento tricolor que es el restorán. Lo vimos con la crisis de 2008, cuando al primer soplo volaron la inmensa mayoría de los negocios de paja que habían prosperado al calor de la burbuja inmobiliaria. Michelin lo sabe y por eso sólo tenemos la solitaria estrella de Abantal, lucero de la mañana de la gastronomía sevillana.

Son varios los factores que alejan a Sevilla del restorán: su proverbial tiesura, el excesivo cariño a la cerveza (bebestrajo que infla y quita el apetito), su desprecio por las artes decorativas o su aversión a la fina mantelería… En nuestra alma gastronómica queda algo profundamente antifrancés, un orgullo de guerrillero de Ronda. Quizás no le perdonamos lo de los murillos y lo de la cuadra napoleónica en el convento de la Merced Calzada. Para muchos, el paraíso culinario es alimentarse de pie, a base de mojama, birra y, como gran plato del día, un montadito de melva y morrón, buque insignia de la bocadillería sevillana. Comer, lo que se dice comer, con sus dos platos y postre, es algo que se suele practicar en la intimidad.

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