HA llegado el día. Ya has pasado los 30 y tu estabilidad sentimental, mental, laboral y económica, sobre todo económica, te permiten traer una criatura al mundo. Te pones a ello mientras planeas cómo lo llamarás, cómo decorarás su cuarto o si serás de dar el pecho o tirarás de biberón. Cuando lo tienes todo bajo control te asaltan a la mente tu madre y los sermones que te soltó. Recapacitas. "Soy una mujer del siglo XXI, seré una madre guay", te dices a ti misma. Te estudias todos los manuales, libros y revistas, conviertes a los blogs materno-filiales en tu evangelio particular y quemas en la hoguera las frases de madres del siglo pasado.

La reina de las madres molonas lo controla todo, pero algo cambia cuando su retoño llega al mundo. Una especie de mecanismo hace que sus neuronas cambien su modus operandi. La progenitora manda al cuerno de África a ese libro que le decía que con los niños se debe razonar siempre. El suyo acaba de meter los dedos en el enchufe y ella no está para muchas explicaciones. Maldice aquel post en el que la instaban a no obligar a su pequeño a hacer aquello que no desease. El suyo lleva tres horas mareando las lentejas y se las va a comer para merendar. La madre enrollada recuerda cómo renegó de la enciclopedia de madres del siglo pasado cuando se sorprende a sí misma repitiendo a su pequeño aquello que su santa madre le dijo en más de una ocasión: "Bébete el zumo, que se van las vitaminas", "Ni moto ni mota", "¿Si tus amigos se tiran de un puente tu también?" o "Cuando seas madre, comerás huevos". Y tanto que te lo comerás. Porque la primera vez que te sorprendes increpando a tu pequeño lo comprendes. Tú, que renegabas de madre cansina, descubres que para tu hijo también serás una plasta. Pero al fin entiendes que si los patrones de conducta en cuestiones maternales se repiten, significa que tan mala no debe ser la metodología. Y si no, no sonreirías al recordar cómo pasabas las noches en vela sin saber adónde irían esas vitaminas de las que hablaba tu madre.

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