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Joaquín Aurioles

Comités de sabios

Muchas veces se cuestiona si los economistas trasladan a sus informes el resultado real de sus investigaciones o si se dejan seducir por lo que los políticos, o quienes les pagan, desean oír

POLÍTICOS y gobiernos han recurrido a las más diversas justificaciones para cometer todo tipo de tropelías a lo largo de la historia. Puede que la más frecuente de todas, y seguramente también la más efectiva para desactivar a escépticos y opositores, haya sido el recurso a la voluntad divina, pero también han sido igualmente exitosas otras estrategias basadas en objetivos de defensa nacional, amenazas con la seguridad y hasta el racismo y la xenofobia. La democracia, la transparencia y el multilateralismo dificultan cada vez más este tipo de prácticas, aunque la diplomacia no ha tenido demasiadas dificultades para encontrar caminos alternativos para esquivar la presión de una sociedad cada vez mejor informada. Las misiones de investigación promovidas en el seno de organismos multilaterales como Naciones Unidas (arsenal químico en Siria o programa nuclear iraní) es uno de ellos. Los informes aparentemente independientes que elaboran técnicos y expertos de acreditada solvencia profesional proporcionan legitimidad a la intervención preventiva para la desactivación de un riesgo o amenaza, aunque tampoco han faltado en los últimos tiempos episodios como el de las armas de destrucción masiva iraquíes en los que el cinismo ha terminado por despojar a la iniciativa de todo fundamento moral.

Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart, profesores de la prestigiosa Universidad de Harvard, publicaron en 2010 un artículo que ha provocado una cruzada de indignación entre sus colegas. La conclusión fundamental del artículo es que si un país permite que el endeudamiento público supere el nivel del 90% de la renta nacional, deberá enfrentarse, entre otras adversidades, a una severa reducción del crecimiento. Este postulado, surgido en plena efervescencia de la polémica sobre las ventajas e inconvenientes de la austeridad en tiempos de crisis, tuvo una extraordinaria repercusión, no sólo en Estados Unidos, sino también en el resto del mundo y, muy especialmente, en Europa. El vicepresidente de la Comisión Europea y Comisario de Asuntos Económicos, el finlandés Olli Rehn, utilizó la referencia a investigaciones muy serias que demuestran que cuando un país se endeuda más allá del 90% de la renta el crecimiento se ralentiza durante un largo periodo de tiempo para reforzar sus argumentos a favor de la austeridad como principio rector de la estrategia fiscal en la Unión Europa y, sobre todo, para extremar las exigencias de recortes sociales en los países afectados por la crisis de la deuda soberana en los casos de intervención del mecanismo de rescate.

Otros tres economistas también norteamericanos (Herndon, Ash y Pollin) demostraron posteriormente que existían fallos importantes en el análisis estadístico de Rogoff y Reinhart y que sus resultados estaban claramente sesgados como consecuencia de la exclusión de datos relevantes y de errores de cálculo. Otros economistas de primera fila se han sumado a la ola crítica, contribuyendo a amplificar los ecos de la controversia. Se ha reavivado, por ejemplo, el debate en torno la posibilidad de combinar en una misma estrategia de política económica objetivos reformistas a largo plazo, basados en la austeridad, con estímulos al crecimiento a corto, pero también ha servido para refrescar la memoria en torno a otros episodios profesionales polémicos, como el de las agencias de rating en relación con la calificación crediticia de Lehman Brothers o el de la presión de los think-tanks a favor de la desregulación bancaria. En definitiva, se cuestiona si los economistas trasladan a sus informes el resultado real de sus investigaciones o si, por el contrario, se dejan seducir por lo que los políticos, o quienes les pagan, desean oír.

Viene a cuento el tema a raíz de observarse entre nuestros gobernantes una cierta inclinación a promover la creación de comités de sabios que elaboren informes que ayuden a frenar la previsible contestación social a algunas de las reformas más polémicas que inexcusablemente tiene que cometer el país. Se trata de un mecanismo similar al de las misiones de inspección de Naciones Unidas, pero que en el caso de los comités de sabios domésticos, la independencia y objetividad de sus miembros puede convertirse en el flanco más vulnerable de la estrategia. Se ha podido observar tras la presentación del informe sobre la reforma de las pensiones por parte del comité de expertos constituido al efecto. Las críticas iniciales al contenido no han tardado en desviarse hacia los vínculos profesionales de sus miembros, poniendo de manifiesto lo difícil que resulta defender la objetividad de la profesión, cuando hay intereses en juego. No es la primera vez que ocurre y con toda probabilidad volverá a ocurrir cuando se constituyan los comités para la reforma fiscal a nivel estatal o del sector público en Andalucía. El detonante es siempre el mismo y Acemoglou y Robinson (febrero de 2013) lo resumen en una corta reflexión: cuando las reformas alteran el equilibrio político, la resistencia está garantizada, pero si lo que provocan es el reforzamiento de los más poderosos, lo mejor es prescindir de ellas.

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