CORREN tiempos en los que la felicidad depende de las comparaciones. Uno se enfrenta a un informativo como quien se sienta a ver las desgracias ajenas. Y después de ver todo lo que se ve y de oír todo lo que se oye, relativiza su situación y entona un suspiro. Pues no estoy tan mal. Virgencita, que me quede como estoy. Las cifras de hoy son peores que las de ayer, pero mejores que las de mañana. El ejercicio a que nos someten los medios es durísimo, y hay quien empieza a ponerlo en cuestión. Compara que te compara, casi siempre es fácil otear a los que están peor que uno mismo.

Una de las consecuencias de esta situación desquiciada es la sacralización del funcionario. La panacea. El ideal. Me resulta curioso cómo, compara que te compara, lo que en otros tiempos podía ser sinónimo de un mundo gris y rutinario, un mundo reñido con la imaginación y el desarrollo personal, el micromundo de los documentos por triplicado, pueda ser aceptado hoy en día como máxima expresión del bienestar. Cuando no hay nada seguro, cuando todo parece tan precario, pertenecer al selecto club de los tres millones de asalariados que, pase lo que pase, seguirán cobrando sus nóminas del estado en 2010, 2011 y siguientes, es lo más parecido al nirvana. Lo dicho, a la felicidad por la comparación.

La televisión, mientras comemos y mientras cenamos, nos va anestesiando, y ya van demasiados meses, con historias terribles, con cifras desalentadoras. Cada cual establece sus comparaciones y obra en consecuencia. Se resigna o se rebela. Aunque a poco que compare las quejas sólo serán a sotto voce, por si acaso. No se presentan otras vías. No existen otros valores. Apenas se habla otras vías. En lo personal. En la reinvención. En los caminos creativos. Nunca corrieron tan malos tiempos para la lírica.

Tags

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios